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El doctor Centeno<br />

diestros, ganaderías, divisas, suertes y demás pormenores cornúpetos... Era jueves, y toda la clase se<br />

había dado cita en el solar. El día era espléndido, risueño como el cartel y también de azul y oro. El<br />

alma de Felipe despedía centelleos de esperanza, de temor, de miedo, de alegría. Andaba por la casa<br />

afanadísimo, desplegando una actividad febril para desempeñar en poco tiempo todos los servicios<br />

que le correspondían aquella tarde.<br />

Había formado proposito de escaparse si no le dejaban salir. Estaba frenético. Su anhelo era más<br />

fuerte que su conciencia. ¡Ay!, tarde de aquel día, ¡qué hermosa eras! Eras un pedazo de día, rosado<br />

y nuevecito, lo más bello que se había visto hasta entonces salir de las manos laboriosas del tiempo...<br />

Creyó Felipe que se le abría el Cielo de par en par cuando D. Pedro llegó a él y le dijo, sin mirarle<br />

de frente:<br />

«Felipe, ya has trabajado bastante. Toma dos cuartos y vete a dar un paseo».<br />

¡Estupor!... Felipe creyó que el Ángel de la Guarda se encarnaba en la persona tremebunda y leonina<br />

del señor de Polo... Echó a correr, temiendo que su maestro se arrepintiera de tanta benevolencia.<br />

Subió como un rayo al desván... ¡Oh, toro!, bendito sea el padre que te engendró, el escultor que te hizo<br />

y San Lucas divino que te tuvo a sus pies. ¡Pobre San Lucas!, por el boquete que tenías en tu cuerpo<br />

cabía ya todo el de Felipe. La Fe estaba acribillada. ¡Pobre Fe!, no contabas con las acometidas de este<br />

Doctor maldito, cuyos agudos y formidables cuernos podrían llamarse Martín Lutero el uno y Calvino<br />

el otro. Para ensayarse, Centeno hizo gran destrozo aquella tarde, derribó, apabulló, destripó, tendió,<br />

aplastó. No quedó títere con cabeza, como se dice comúnmente, ni barriga sana, ni cuerpo incólume,<br />

ni ojo en su sitio, ni boca de su natural tamaño y forma. Daba compasión mirar tanto estrago. Él,<br />

mientras más destrozo hacía más se encalabrinaba. Se volvía feroz, brutal. Después... ¡a la calle!<br />

Bajó pasito a pasito a la casa a ver quién estaba allí y si podía salir sin que le notaran. Desde la<br />

puerta de la cocina vio a Doña Claudia y a Marcelina, ambas de manto, que hablaban con D. Pedro.<br />

¡Iban a salir! Doña Claudia daba dinero a su hijo y le decía: «seis pesetas para Amparo, que vendrá<br />

a recogerlas; lo demás para Doña Enriqueta... Nos vamos a ver a las de Torres. Parece que la pobre<br />

Doña Asunción está expirando...». D. Pedro no decía nada, y dejaba las pesetas sobre la mesa del<br />

comedor. Pausada y lúgubremente, cual sombras que se desvanecían, salieron la madre y la hija.<br />

No se sabe la hora ni el momento preciso en que hizo su aparición en el redondel aquella cosa<br />

inesperada, admirable, verdadera. Imposibles de pintar el asombro, la suspensión, el alarido de<br />

salvaje y frenética alegría con que Felipe fue recibido... Hubo mucho y delirante juego, pasión, gozo<br />

infinito, vértigo... después, cuando menos se pensaba, policía, guarda, escoba, caídas, dispersión,<br />

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