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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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—Porque comer menos sería un insulto para tu arte culinario —respondió Larry untuoso.<br />

—Te estás poniendo hecho un globo —dijo Margo— te hará daño.<br />

—¡Qué disparate! —dijo Larry alarmado—. ¿Verdad que no estoy más gordo, Mamá?<br />

—Yo diría que has ganado un poquito de peso —admitió Mamá, observándole con ojo crítico.<br />

—La culpa es tuya —dijo Larry con impertinencia—. Te pasas la vida tentándome con esas<br />

aromáticas exquisiteces. Me producirás una úlcera. Me voy a poner a régimen. ¿Qué régimen me<br />

aconsejas, Margo? ,<br />

—Bueno —empezó Margo, lanzándose con entusiasmo a su tema favorito—, yo que tú probaría<br />

el de ensalada y zumo de naranja; es estupendo. Hay también el de leche y verduras crudas...<br />

también es bueno, pero requiere cierto tiempo. O el de pescado hervido y pan integral. Ése no sé<br />

qué tal es, no lo he probado aún.<br />

—¡Santo Dios! —exclamó Larry, con verdadero espanto—. ¿Y eso es ponerse a régimen?<br />

—Anda, y poco buenos que son todos —dijo Margo muy convencida—. A mí el de zumo de<br />

naranja me ha ido de maravilla para el acné.<br />

—¡No! —dijo Larry enérgicamente—. No estoy dispuesto a engullir arrobas de fruta y verduras<br />

crudas como un ungulado cualquiera. Podéis ir resignándoos a la idea de que os seré arrebatado a<br />

temprana edad, víctima de una congestión.<br />

Y antes del siguiente almuerzo tuvo la precaución de tomar doble dosis de bicarbonato,<br />

protestando después con malos modos de lo rara que sabía la comida.<br />

A Margo la primavera siempre le sentaba mal. Su aspecto externo, preocupación que normalmente<br />

la absorbía, casi se convertía entonces en obsesión patológica. Montañas de ropa planchada<br />

llenaban su cuarto, mientras la cuerda de tender se hundía bajo el peso de la ropa recién lavada.<br />

Cantando con voz aguda y desafinada deambulaba por la villa, cargada de montones de vaporosa<br />

lencería o frascos de perfume. A la menor ocasión se colaba en el cuarto de baño, en medio de un<br />

revuelo de toallas blancas, y una vez dentro hacerle salir era más arduo que despegar una lapa de un<br />

peñasco. Uno a uno, todos sus <strong>familia</strong>res nos turnábamos para vociferar y aporrear la puerta, sin<br />

obtener con ello mayor satisfacción que garantía de que ya estaba terminando: garantía en la cual la<br />

amarga experiencia nos había enseñado a no confiar. Emergía por fin resplandeciente e inmaculada,<br />

y tarareando volaba a tomar el sol en los olivares o a bañarse en la playa. Fue durante una de estas<br />

excursiones playeras cuando conoció a un joven turco más apuesto de lo corriente. Con insólita<br />

modestia mantuvo bajo cuerda sus frecuentes citas de baño con el tal dechado de hermosura, por<br />

suponer, según confesó más tarde, que no nos interesaría el asunto. Fue Spiro, naturalmente, quien<br />

lo descubrió. Velaba por el bienestar de mi hermana con la dedicación plena de un San Bernardo, y<br />

poco de lo que ella hiciese podía pasarle inadvertido. Una mañana el griego sitió a Mamá en la<br />

cocina, miró subrepticiamente en torno para asegurarse de que no hubiera nadie escuchando, y<br />

luego de suspirar hondamente le dio la noticia.<br />

—Me desagrada tener que decirles estos, señoras Durrells —barboteó—, pero es algo que<br />

deberías usted saber.<br />

Por esas fechas ya estaba Mamá acostumbrada al aire conspiratorio que asumía Spiro para<br />

informar acerca de la <strong>familia</strong>, y no le dio importancia.<br />

—¿De qué se trata esta vez, Spiro? —preguntó.<br />

—De la señorita Margo —dijo Spiro muy apenado.<br />

—¿Qué le ocurre?<br />

Spiro miró a su alrededor con desasosiego.<br />

—¿Sabes usted que se cita con un hombres? —inquirió con trémulo susurro.

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