Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
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Fue Spiro, naturalmente, quien descubrió aquel sitio, y quien organizó nuestro traslado con<br />
mínima molestia y máxima eficiencia. A los tres días de visitar por primera vez la villa, los largos<br />
carretones de madera desfilaban en polvorienta procesión por los caminos, repletos de nuestras<br />
pertenencias; y al cuarto día nos instalamos.<br />
A un extremo de la finca había una casita ocupada por el jardinero y su mujer, una pareja ya<br />
mayor y bastante decrépita que parecía haber sufrido la misma decadencia que la finca. Él se<br />
encargaba de llenar los depósitos de agua, recoger la fruta, pisar la aceituna, y, una vez al año,<br />
recibir una grave picadura al extraer la miel de las diecisiete colmenas que hervían bajo los<br />
limoneros. En un momento de insensato entusiasmo, Mamá había contratado a la mujer del<br />
jardinero para servir en la villa. Se llamaba Lugaretzia, y era un ser flaco, lúgubre, con el pelo<br />
siempre escapándosele de los baluartes de horquillas y peinecillos con que lo mantenía pegado al<br />
cráneo. Era en extremo sensible, como Mamá pronto tuvo ocasión de descubrir, y la más leve crítica<br />
de su trabajo, aun expresada con el mayor tacto del mundo, anegaba en lágrimas sus ojos castaños,<br />
en una embarazosa ostentación de dolor. Ofrecía entonces un espectáculo tan deprimente que en<br />
seguida Mamá dejó de reprenderla.<br />
Sólo había una cosa capaz de despertar una sonrisa en el rostro macilento de Lugaretzia, un<br />
destello en su mirada perruna, y ello era la discusión de sus achaques.<br />
<strong>Mi</strong>entras la mayoría de la gente practica la hipocondría a ratos libres, Lugaretzia había hecho de<br />
ella su ocupación intensiva. Cuando nos fuimos a vivir allí lo que la preocupaba era el estómago.<br />
Los boletines sobre el estado del mismo salían a partir de las siete de la mañana, hora en que servía<br />
el té. Deambulaba de una habitación a otra con las bandejas, dándonos a cada uno un informe golpe<br />
a golpe de su nocturno combate con su físico. Era maestra en el arte de la descripción gráfica:<br />
gemía, boqueaba, se retorcía agónicamente, pataleaba por las habitaciones, mostrándonos un cuadro<br />
tan realista de sus sufrimientos que, al poco, nuestros propios estómagos dolían por solidaridad.<br />
—¿Es que no puedes hacer nada por esa mujer? —preguntó Larry a Mamá una mañana, tras una<br />
noche particularmente mala del estómago de Lugaretzia.<br />
—¿Y qué quieres que haga? —le respondió—. Le di un poco de tu bicarbonato.<br />
—Así, no me extraña que pasara tan mala noche. —Será que no come como es debido —dijo<br />
Margo—. Probablemente, lo que necesita es ponerse a régimen.<br />
—Un bayonetazo es lo único que le iría bien a su estómago —dijo Larry cáusticamente—, y hablo<br />
con conocimiento de causa... En la última semana he adquirido una dolorosa <strong>familia</strong>ridad con las<br />
más ínfimas circunvoluciones de su intestino grueso.<br />
—Reconozco que se pone un poquito cargante —dijo Mamá—, pero, de todos modos, es obvio<br />
que la pobre mujer sufre.<br />
—Tonterías —dijo Leslie—; se lo pasa en grande. Igual que Larry cuando está enfermo.<br />
—Bueno, sea como sea —dijo Mamá apresuradamente—, tendremos que aguantarla; no hay por<br />
aquí nadie más de quien echar mano. Le diré a Teodoro que la mire la próxima vez que venga.<br />
—Si es cierto lo que me estuvo contando esta mañana —dijo Larry—, tendrás que proveerle de un<br />
pico y una lámpara de minero.<br />
—Larry, no seas siniestro —dijo Mamá con voz severa. Poco después, con gran satisfacción por<br />
nuestra parte, el estómago de Lugaretzia mejoró, pero casi de inmediato le fallaron los pies, y<br />
renqueaba lastimosamente por la casa, gimiendo a voz en grito. Larry decía que Mamá no había<br />
tomado una criada sino un alma en pena, y sugirió regalarle una cadena con su bola. Señalaba que<br />
ello al menos nos avisaría de su proximidad dándonos tiempo de huir, pues Lugaretzia había cogido<br />
la costumbre de deslizarse a nuestras espaldas para soltarnos un inesperado berrido al oído. Larry<br />
empezó a desayunar en su cuarto desde la mañana en que Lugaretzia se descalzó en mitad del<br />
comedor para enseñarnos cuáles eran exactamente sus dedos dolientes.