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98 Ana María Larrea Maldonado<br />

transferir competencias del Ejecutivo a los gobiernos seccionales. Pero más grave<br />

aún, al dejar que cada nivel de gobierno voluntariamente decida las competencias<br />

que le interesaría asumir, la Constitución de 1998 abrió las puertas a un verdadero<br />

caos, puesto que la misma competencia podía ser solicitada por una Junta Parroquial,<br />

un Municipio y un Consejo Provincial, y el Estado central estaba en la obligación<br />

de transferirla, ya que la Carta Magna estableció que la descentralización<br />

es voluntaria para los gobiernos seccionales y obligatoria para el gobierno nacional.<br />

Tras este mecanismo, irónicamente bautizado como «descentralización a la<br />

carta», se escondía toda una estrategia de debilitamiento del Estado, puesto que<br />

ningún gobierno local iba a solicitar competencias deficitarias, sino aquellas que<br />

suponían rédito político y beneficios económicos. Entonces, la descentralización<br />

a la carta significó que el Estado central debía quedarse con los huesos, mientras<br />

los gobiernos seccionales grandes que contaban con capacidad de gestión se llevaban<br />

la carne.<br />

Las propuestas de descentralización en muchas ocasiones fueron concebidas<br />

como propuestas de municipalización, como parte de la estrategia de debilitamiento<br />

del Estado central, sin modificar la estructura del Estado y produciendo<br />

una polarización entre lo local y lo nacional (Carrión, Dammert y Villaronga,<br />

2008: 13).<br />

Por último, la descentralización a la carta promovió un modelo profundamente<br />

inequitativo de gestión de los territorios, puesto que solamente los municipios<br />

grandes podían acceder a la venturosa descentralización. Los municipios<br />

más grandes empezaron a recibir más recursos que los municipios pobres y<br />

pequeños, profundizando de esta manera las ya excesivas desigualdades territoriales<br />

existentes en el país.<br />

Recapitulando, la descentralización a la carta de la Constitución de 1998 perseguía<br />

un debilitamiento del Estado central y una profundización de las desigualdades<br />

territoriales.<br />

Otro enorme problema que enfrentaban las administraciones locales estaba<br />

relacionado con la superposición de funciones. Los distintos niveles de gobierno<br />

territorial (provincial, cantonal y parroquial) compartían competencias entre sí<br />

y con la administración nacional, dándose la paradoja que existían localidades<br />

«sobreservidas» y otras totalmente abandonadas. La superposición de competencias<br />

y la falta de coordinación entre gobiernos seccionales fueron factores adicionales<br />

para la profundización de las desigualdades territoriales.<br />

Al definir competencias, la Constitución de 1998 asignó a los Consejos Provinciales<br />

la obra rural, mientras que a los municipios les correspondió la obra urbana.<br />

Esta división atentó contra el manejo territorial integral de los cantones, pues los<br />

territorios rurales fueron dejados a la suerte de un supuesto nivel intermedio de<br />

gobierno, que no cumplía estas funciones, pues en la práctica un Consejo Provincial<br />

era más débil que cualquier cantón capital de provincia, tanto en lo que respecta<br />

a atribuciones, cuanto a presupuestos. Esta división entre lo urbano y rural,<br />

profundizó las desigualdades y las relaciones asimétricas entre campo y ciudad. La<br />

falta de gobiernos intermedios también es el producto del desmantelamiento del<br />

Estado y la ruptura de vínculos entre el Estado central y las localidades.<br />

Los gobiernos provinciales no fueron concebidos como nivel intermedio de<br />

gobierno, pues como ya se ha dicho, su campo de acción eran las zonas rurales, no<br />

tenían funciones de enlace entre el nivel nacional y el nivel local, como correspondería<br />

a un gobierno intermedio.

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