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Nosotros en la luna - Alice Kellen

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como si fuese una delincuente habitual; estaba tan cansada después de

quedarme por la noche hasta las tantas redactando ese informe que ahora

cogía polvo y trabajando, que solo se me ocurrió gritar: «¡Soy inocente, no

me hagan daño!». Y luego, con lágrimas en los ojos, me quedé mirando el

suelo mientras me registraban la mochila.

—A veces no entiendo por qué sigue hablando conmigo.

—¿A qué viene eso?

—Soy aburrida, Dona.

—¡No digas tonterías! Y, además, Rhys te adora. Aún recuerdo cómo te

miraba durante esa comida de Navidad. Por no hablar de lo que pasó

después.

—Yo lo besé —insistí bajito.

—¿Y? Tú, él, ¿qué importa?

—Él nunca lo habría hecho.

—Ginger, necesitas salir más.

—Lo digo en serio. Si hubiese dependido de Rhys, ese beso jamás

habría existido. Creo que sencillamente le di pena. Es muy tierno, aunque

no lo parezca, ¿sabes? Así que me siguió un poco la corriente. —Me encogí

de hombros—. En fin, me espera un largo y aburrido verano por delante.

Otro más. ¿Esta noche trabajas?

—No. Así que vamos a elegir una película, a sacar el helado de

chocolate del congelador y a dejar de lamentarnos, ¿de acuerdo? No hagas

que me ponga en modo «hermana mayor». Además, Michael estará fuera

todo el fin de semana.

Michael era nuestro compañero de piso. La verdad es que no era un mal

tipo, pero hablaba poco (casi nada) y no salía apenas de la habitación

cuando estaba en casa (solo para atracar la nevera o darse duchas eternas de

casi una hora). Era informático, llevaba la cabeza rapada al uno o al dos y

tenía varios tatuajes y piercings en la lengua y en la ceja. Mi madre solía

apretar los labios cada vez que venía a casa a visitarnos y se cruzaba con él,

porque no le gustaba su aspecto «poco elegante» (era una forma muy sutil

de decirlo) y no entendía por qué no podía pagar ella la diferencia del

alquiler a cambio de que viviésemos las dos solas y pudiese ganar en

tranquilidad y, como solía añadir, en «calidad de vida».

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