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Nosotros en la luna - Alice Kellen

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No había tanta gente. Apenas unos grupos de jóvenes y alguna pareja

mucho más allá que no nos prestaba atención. Y era una noche oscura, con

nuestra luna menguante.

Rocé el vértice entre sus piernas. Ella gimió.

—Dime, ¿qué hago…? Ginger, mírame.

Tenía los ojos nublados, llenos de deseo.

—Sigue —susurró arqueándose otra vez.

Y seguí. Despacio. Memorizando cada detalle. Hundiendo los dedos en

ella. Aferrándome a ese momento. Recreándome. Sonriendo cada vez que

se impacientaba e intentaba que fuese más rápido. Hasta que decidió que

también quería jugar; deslizó una mano entre nuestros cuerpos,

buscándome. No sé qué mascullé por lo bajo, pero me pilló por sorpresa.

Desabrochó el botón de mis pantalones y después me llevó al límite. Gruñí

al sentir un escalofrío, porque, joder…, estaba perdiendo el control. Con los

dos jadeando fuerte y acariciándonos tumbados en la arena. El resto del

mundo se desdibujó alrededor. El tiempo pareció ralentizarse. Busqué sus

labios. Los lamí. Los mordí. Los acaricié como si fuese el primer beso que

nos dábamos, porque el sabor de ella en la lengua era lo jodidamente mejor

que había probado jamás. Aceleré el roce y se tensó, temblando.

Alcé mi otra mano hasta su garganta, dejando resbalar el pulgar por su

piel, subiendo y dibujando el contorno de sus labios sin dejar de mirarla.

Su respiración cada vez más agitada, más…

El corazón me iba a explotar.

Y entonces se dejó ir. Nos dejamos ir. El placer abrazándonos a la vez.

Sus gemidos ahogados por el beso que no pude reprimir y por el murmullo

de las olas. Luego, cuando conseguí dejar de temblar, nos quitamos los

zapatos, la cogí en brazos y me interné en el mar con la ropa. El agua estaba

templada y se escuchaban voces a lo lejos. Ninguno de los dos dijo nada.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí, meciéndonos abrazados, con sus

piernas rodeando mi cintura y su rostro apoyado en mi hombro, solo

recuerdo que cuando salimos ya estaba sobrio y que al montar en la moto

aún estábamos los dos empapados. Ginger se pasó todo el camino con la

cabeza escondida en mi espalda y, al llegar al apartamento, terminamos en

el sofá, juntos, aún vestidos y húmedos, con las piernas enredadas y el

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