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Nosotros en la luna - Alice Kellen

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—Gracias, mamá. —Le rodeé los hombros con una mano y le di un

beso rápido en la cabeza antes de apartarme—. Voy a subir a dejar las cosas,

¿de acuerdo?

—Claro. Aún le faltan unos diez minutos.

Ascendí despacio por la escalera de caracol que conducía a la segunda

planta. Las fotografías familiares seguían allí, colgadas en la pared en orden

cronológico. Los primeros escalones estaban acompañados por imágenes de

ellos dos antes de mi llegada. Jóvenes, guapos, con ropas antiguas, y el día

de su boda. Poco después aparecía yo. Con apenas un año, en los brazos de

mi padre, que miraba a la cámara con un cigarro en los labios algo

curvados. En una bicicleta, algo más mayor; recordaba aún cómo me

enseñaron a usarla por las calles de la urbanización. Inspiré hondo. El

cumpleaños número siete y el diez y el doce, siempre con una sonrisa

infantil y feliz mientras sonaba el clic de la cámara que inmortalizaría aquel

instante delante de la tarta llena de velas. Y luego más mayor, más hombre.

Con mi madre al lado el día de la graduación. Con mi padre rodeándome los

hombros con una mano delante del coche que me regaló al cumplir los

veinte.

Sacudí la cabeza. Odiaba las putas fotografías.

Respiré por fin al dejar atrás la escalera, pero volví a sentir que me

ahogaba en cuanto entré en mi antiguo dormitorio. Porque todo seguía

igual, como si nunca me hubiese marchado o, peor aún, como si alguien

esperase que un día apareciese y volviese a ocupar esa cama o a necesitar

los bolígrafos que había en un bote sobre el escritorio, esos que

seguramente ya tendrían la tinta seca después de tanto tiempo.

Me quedé unos segundos con el hombro apoyado en el marco de la

puerta, incapaz de cruzar el umbral y adentrarme más allá. No se alejaba en

lo más mínimo a la descripción por e-mail que le había hecho más de un

año atrás a Ginger.

Ginger… Tampoco quería pensar en ella.

Últimamente, no quería pensar en nada.

Me fijé en las maquetas que adornaban las estanterías y que mi padre y

yo habíamos construido cuando aún era un niño. Era evidente que seguían

limpiando mi dormitorio con esmero, porque no había ni una mota de

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