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Nosotros en la luna - Alice Kellen

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tampoco, ni siquiera los sucesos, tan solo éramos nosotros los que lo

hacíamos, moldeándonos, resurgiendo, cayendo, convirtiéndonos en otros

por dentro y por fuera.

Estuve allí tumbado hasta que mi madre llamó a la puerta para avisarme

de que podía ir a verlo. Tardé en levantarme. No sé cuánto, quizá tres

minutos, quizá algo más. No pensé en nada mientras me movía por aquella

casa que conocía tan bien para ir hasta su despacho, la estancia en la que me

esperaba. Supuse que habría elegido ese lugar porque era en el que se sentía

más poderoso, más seguro, más él en su mejor versión. Cuando era

pequeño, siempre me repetía que no debía entrar allí, y yo siempre me

saltaba esa regla; me escabullía por la puerta, me sentaba en el suelo, debajo

de la mesa de madera oscura, y esperaba en silencio hasta que él subía y me

descubría allí escondido. Chasqueaba la lengua, negaba con la cabeza

dando por perdida aquella batalla y luego me dejaba quedarme jugando en

la alfombra granate mientras él intentaba terminar el trabajo que traía a

casa.

Ahora, en cambio, no quería entrar.

Pero lo hice. Empujé la puerta, que estaba entornada, y di un paso al

frente. Al principio pensé que el despacho estaba vacío, que no había nadie

allí, hasta que distinguí su figura delgada y encogida en el sillón que había

al lado de la librería.

Fue como una bofetada, un golpe, verlo así.

Ver casi… a otra persona, aunque tuviese su misma mirada, un rostro

parecido envejecido, un cuerpo mucho menos corpulento y fuerte, unas

manos temblorosas que se apoyaron decididas en los brazos del sillón de

cuero oscuro para intentar levantarse.

No me salía la voz. Tampoco podía moverme.

Al menos hasta que vi que no iba a conseguirlo. Entonces avancé hacia

él con el corazón encogido y los ojos escociéndome antes de sujetarlo por la

cintura para ayudarlo a ponerse en pie. No pesaba nada. Lo solté al notar

que se mantenía estable. Nos miramos. Así de cerca, uno a escasos

centímetros del otro, por primera vez en casi siete largos años. Una

eternidad. O apenas un pestañeo. Según desde la perspectiva con la que se

viese.

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