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con la pregunta: “¿Cómo la invito a salir?” O la madre soltera cuyos hijos, ahora
adultos, han terminado sus estudios profesionales y siguen de vagos en su sala,
aún comen de sus alimentos, gastan su dinero y no respetan su espacio o su
deseo de privacidad. Ella anhela que sigan con sus vidas. Desea seguir con su
propia vida y, sin embargo, tiene miedo de que sus vástagos lo tomen a mal y se
alejen; siente tanto pavor, que me ha preguntado: “¿Cómo les pido que se
muden?”
Éstas son preguntas de videocasetera. Desde afuera, la respuesta es simple:
cállate y hazlo.
Pero desde el interior, desde la perspectiva de cada una de esas personas,
dichas cuestiones parecen complejas, imposibles y oscuras, como si se tratara de
acertijos existenciales envueltos en enigmas dentro de una caja de Kentucky
Fried Chichen llena de cubos Rubik.
Las preguntas de videocasetera son divertidas porque la respuesta resulta
difícil de obtener para quien las formula y parece fácil para quien no las tiene.
El problema aquí es el dolor. Llenar el papeleo necesario para salirse de la
facultad de medicina es una acción clara y obvia, romperle el corazón a tus
padres no. Pedirle a tu tutora una cita es tan simple como externar las palabras,
arriesgarse a pasar un momento muy embarazoso y ser rechazado es mucho más
complicado. Pedirle a alguien que se vaya de tu casa es una decisión limpia,
sentir que estás desamparando a tus propios hijos no.
Durante gran parte de mi adolescencia y de mi vida juvenil, luché contra la
ansiedad social. Pasaba los días distrayéndome con videojuegos y por las noches
bebía o fumaba para evadir mi inquietud. Durante muchos años, el sólo pensar
en hablar con un extraño —en especial si se trataba de alguien atractivointeresante-popular-inteligente—
me resultaba imposible. Pasé muchos años
aturdido, formulándome tontas preguntas de videocasetera:
“¿Cómo es que sólo vas y platicas con una persona, así como así? ¿Cómo
puede alguien hacer eso?”
Tenía cualquier cantidad de creencias equivocadas sobre lo anterior, como si
tuviera prohibido hablarle a alguien a menos que una razón práctica justificara
hacerlo; o temía que las mujeres pensaran que era un oscuro violador si les
dirigía un simple “Hola”.
El problema se debía a que mis emociones definían mi realidad. Porque
sentía que la gente no deseaba hablar conmigo, llegué a creer que la gente no
quería hablar conmigo. Y así, mi pregunta de videocasetera: “¿Cómo voy y
platico con alguien, así como así?”
Al fracasar en separar lo que yo sentía de lo que era, no podía salir mí
mismo y ver el mundo tal y como es: un simple lugar donde dos personas