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—Mark, te daré una última oportunidad de ser honesto conmigo. Si eres
honesto, esto resultará mucho mejor para ti, pero si estás mintiendo, entonces
será mucho peor.
Como si fuera premeditado, trago saliva.
—Ahora, dime la verdad —demanda Price—. ¿Trajiste hoy drogas a la
escuela?
Conteniendo las lágrimas, y ahogando los gritos que quieren escapar de mi
garganta, enfrento a mi verdugo, y con una voz suplicante, que muere por ser
relevado de estos horrores adolescentes, le digo:
—No, no tengo nada de drogas. No tengo ni idea de lo que habla.
—Okey—expresa, dejándose vencer—. Supongo que puedes recoger tus
cosas y retirarte.
Le da una última y larga mirada a mi mochila, que posa tendida en el suelo
de su oficina cual promesa rota. Pone casualmente la punta de su zapato sobre
mi maleta escolar, le propina unos golpecitos, en un último esfuerzo por hallar
algo. Yo espero con ansias que se levante y se vaya para poder seguir con mi
vida y olvidar esa pesadilla.
Pero su pie se topa con algo.
—¿Qué es esto? —inquiere, mientras continúa golpeando con el pie.
—¿Qué es qué? —pregunto.
—Aquí hay algo —levanta la mochila y empieza a palpar el fondo de ella.
Para mí, la habitación comienza a nublarse y todo se mueve.
Cuando era chico, era inteligente. Era amistoso. Pero también era un cabrón.
Lo digo de la manera más amorosa posible. Era un rebelde y mentiroso
cabroncito; enojado y lleno de resentimiento. Cuando tenía 12 años, hackeé el
sistema de seguridad de mi casa con imanes del refrigerador para poder
escabullirme a media noche. Un amigo y yo poníamos el coche de su mamá en
neutral y lo empujábamos hasta la calle para que pudiéramos manejarlo sin que
ella se despertara. En las tareas, escribía sobre temas como el aborto porque
sabía que mi maestra de inglés era una cristiana súper conservadora. Otro amigo
y yo le robábamos cigarros a su mamá y los vendíamos a los niños afuera de la
escuela.
Y también había dispuesto un compartimiento secreto en el fondo de mi
mochila para esconder mi marihuana.
Ése era el mismo compartimiento secreto que el señor Price descubrió al
pisar las drogas que se hallaban ocultas en él. Yo había mentido. Y tal como lo
prometió, Price no tuvo piedad. Un par de horas después, como cualquier
puberto de 13 años esposado en el interior de una patrulla, creí que mi vida había
terminado.