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japonesa en la que podía confiar. Los dos hombres se convirtieron en algo
parecido a ser amigos.
Suzuki le preguntó a Onoda por qué había decidido quedarse y continuar la
guerra. El soldado lo explicó con sencillez: recibió la orden de “nunca rendirse”,
así que se mantuvo al pie del cañón. Durante casi 30 años simplemente
permaneció siguiendo una orden. Entonces, Onoda le preguntó a Suzuki por qué
un “muchacho hippie” como él decidió ir a buscarlo. Suzuki contestó que había
dejado Japón en búsqueda de tres cosas: “El teniente Onoda, un oso panda y el
abominable hombre de las nieves, en ese orden”.
Ambos hombres habían convergido por las más curiosas circunstancias: dos
aventureros bien intencionados persiguiendo falsas visiones de la gloria, como
un don Quijote y un Sancho Panza de la vida real, reunidos en los húmedos
resquicios de una selva filipina; ambos imaginándose como héroes en su
soledad, sin hacer nada. Para ese entonces, Onoda ya había dedicado la mayor
parte de su vida a una guerra fantasma. Suzuki también daría la suya. Habiendo
encontrado a Hiroo Onoda y al oso panda, murió años después en el Himalaya,
aun buscando al abominable hombre de las nieves.
Los humanos a veces eligen dedicar grandes porciones de su vida a lo que
parecieran causas destructivas o inútiles. En la superficie, dichas causas no
tienen sentido. Es difícil imaginar cómo Onoda podía ser feliz en aquella isla
durante esos 30 años, viviendo de insectos y roedores, durmiendo en la suciedad
y asesinando civiles, década tras década. O por qué Suzuki caminó hacia su
propia muerte, sin dinero ni compañía, y sin otro propósito que el de perseguir
un Yeti imaginario.
Sin embargo, en sus últimos años, Onoda dijo que no se arrepentía de nada.
Él afirmaba que estaba orgulloso de sus decisiones y del tiempo que había
pasado en Lubang. Señalaba que había sido un honor dedicar gran parte de su
vida al servicio de un imperio inexistente. De haber sobrevivido, Suzuki
probablemente habría señalado algo similar: que estaba haciendo exactamente lo
que el destino le dictaba, que no se arrepentía de nada.
Estos dos hombres escogieron cómo querían sufrir. Hiroo Onoda eligió sufrir
por lealtad a un imperio muerto. Suzuki decidió sufrir por la aventura,
independientemente de lo desaconsejable de sus actos. Para ambos, su
sufrimiento significó algo: cumplía una causa mayor. Justamente porque
significaba algo, fueron capaces de soportarlo, o quizás, incluso, de disfrutarlo.
Si el sufrimiento es inevitable, si nuestros problemas en la vida son
ineludibles, entonces la pregunta que nos deberíamos plantear no es “¿cómo dejo
de sufrir?” sino “¿por qué estoy sufriendo, con qué propósito?
Hiroo Onoda regresó a Japón en 1974 y ahí se convirtió en una celebridad.