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El-Sutil-Arte-de-Que-Te-Importe-Un-Carajo-Un-Enfoque-Disruptivo-Para-Vivir-Una-Buena-Vida-PDFDrive

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un buen momento, le externas que te gusta y que te estás pasando un buen

momento. No importa si esa persona es tu amiga, un extraño o alguien a quien

conociste hace cinco minutos en la calle.

La primera semana allí, todo esto me pareció incómodo. Fui a tomar un café

con una chica rusa y a los tres minutos de estar sentados, me miró raro y me

recriminó que lo que acababa de comentarle sonaba estúpido. Casi me ahogué

con mi bebida. No había nada combativo en la forma como lo expresó, habló con

naturalidad, como si se tratara de un hecho mundano —como si hablara de las

condiciones climáticas que imperaban durante ese día o me compartiera qué

número de calzado usaba—, pero, aun así, me sorprendió. Después de todo, en

Occidente ese tipo de franqueza es vista como algo ofensivo, en especial si

proviene de alguien a quien recién conociste. Pero así sucedía con todos. Todos

parecían groseros todo el tiempo, y como resultado, mi ser occidental mimado se

sentía atacado por todos los flancos. Mis persistentes inseguridades comenzaron

a aflorar en situaciones donde nunca habían existido.

No obstante, conforme transcurrían las semanas, me acostumbré a la

franqueza rusa, así como a sus atardeceres de medianoche y al vodka que se

tomaba como agua corriente. Y ahí empecé a apreciarla por lo que de verdad era:

una expresión sin adulterar. La honestidad en la forma más verdadera de la

palabra. Comunicación sin condiciones, sin ataduras, sin motivos ulteriores, sin

tratar de vender algo, sin un intento desesperado por caer bien.

De alguna manera, después de años de viajar, éste fue quizás el lugar menos

“estadounidense” donde experimenté por primera vez un sabor particular de

libertad: la capacidad de decir lo que pensaba o sentía, sin miedo a las

repercusiones. Era una extraña forma de liberación, a través del rechazo. Y al ser

alguien ávido de este tipo de expresión franca durante casi toda mi existencia —

primero por una vida familiar reprimida en términos emocionales, luego por un

falso despliegue de confianza construido con meticulosidad—, me embriagué en

ella como si se tratara del vodka más fino que jamás hubiera probado. El mes

que pasé en San Petersburgo se fue en un abrir y cerrar de ojos, y cuando llegó el

momento, no me quería ir.

Viajar es una fantástica herramienta de desarrollo personal, porque te libra de

los valores de tu cultura y te muestra que otra sociedad puede vivir con valores

completamente diferentes y aun así funcionar, y no odiarse entre sí. Esta

exposición a diferentes valores culturales y parámetros, entonces, te obliga a

reexaminar lo que parece obvio en tu vida, y a considerar que quizá no es

necesariamente la mejor manera de vivir. En este caso, Rusia me hizo

reexaminar la comunicación superflua y falazmente amigable —tan común en la

cultura anglosajona— y preguntarme si lo anterior no propiciará, de alguna

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