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El-Sutil-Arte-de-Que-Te-Importe-Un-Carajo-Un-Enfoque-Disruptivo-Para-Vivir-Una-Buena-Vida-PDFDrive

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Y de alguna forma no estaba tan equivocado. Mis padres me pusieron en

cuarentena en la casa. No tendría más amigos en el futuro previsible. Ya que fui

expulsado de la escuela, recibiría educación a domicilio por lo que restaba del

año. Mi madre me obligó a cortarme la melena y tiró todas mis camisetas de

Marilyn Manson y Metallica (lo cual, para un adolescente en 1998, equivalía a

ser sentenciado a muerte por aburrido). Mi padre me arrastraba a su oficina todas

las mañanas y me ponía a archivar documentos durante horas. Una vez que la

educación en casa terminó, me inscribieron en una escuela pequeña, privada y

cristiana, donde —y supongo que no les sorprenderá— no encajé.

Y justo cuando finalmente dejé las drogas y había aprendido el valor de la

responsabilidad y la disciplina, mis progenitores decidieron divorciarse.

Cuento todo esto para que se comprenda que mi adolescencia apestó. Perdí a

todos mis amigos, mi comunidad, mis derechos legales y mi familia en un lapso

de nueve meses. En mis veinte, mi terapeuta llamaría a esto “una etapa

verdaderamente traumática” y yo me pasaría más de una década trabajando en

desenmarañarlo y tratando de convertirme en un desgraciado menos

ensimismado que se cree con derecho a todo.

El problema con mi vida hogareña de aquellos tiempos no son las cosas

terribles que se hicieron o se dijeron; peor aún, fueron todas las cosas terribles

que necesitan ser dichas y hechas, pero no lo fueron. La capacidad de mi familia

para negar la realidad es equiparable a la manera en la que Warren Buffet genera

dinero o las Kardashian tienen sexo: somos campeones en ello. La casa podría

estar ardiendo en llamas con nosotros dentro y alguien habría hecho un

comentario como: “Ay, no, todo está bien. Quizás hace un poco de calor aquí,

quizá, pero, de veras, todo está bien”.

Cuando mis padres se divorciaron, no hubo platos rotos, portazos ni

discusiones a gritos sobre quién había engañado a quién. Una vez que a mi

hermano y a mí nos aseguraron que no era nuestra culpa, tuvimos una sesión de

preguntas y respuestas —¡sí, leíste bien!— sobre la logística de dónde

viviríamos ahora y con quién. Nadie derramó una sola lágrima. Nadie levantó la

voz. Lo más cercano a una respuesta emocional que logramos observar mi

hermano y yo de mis padres fue escuchar: “Nadie engañó a nadie”. Ah, eso es

bueno. Hacía un poco de calor en la habitación, pero, de veras, todo estaba bien.

Mis padres son gente buena. No los culpo por todo esto (ya no más, por lo

menos). Y los amo mucho. Ellos tienen sus propias historias, sus propios

caminos y sus propios problemas, igual que los tienen todos los padres. Justo

como sus progenitores a su vez los tuvieron y los padres de sus padres, etcétera.

Y como todos los padres, los míos, con las mejores intenciones, compartieron

conmigo algunos de sus problemas, como de seguro yo lo haré con mis hijos.

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