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Obviamente, el hombre había sufrido un dolor más grande del que la
mayoría de la gente tiene que enfrentar jamás en su vida. Él no escogió que su
hijo muriera, ni fue su culpa el que feneciera. Tenía la responsabilidad de
enfrentar su pérdida, a pesar de que era clara y comprensiblemente indeseada.
Pero a pesar de ello, él era el responsable de sus propias emociones, creencias y
acciones. La manera como reaccionó a la muerte de su hijo fue su propia
elección. El dolor, de uno u otro tipo, es inevitable para todos, pero tenemos el
derecho de elegir lo que significa para nosotros. Incluso al decretar que él no
tenía opción y que sólo deseaba a su hijo vivo de nuevo, él estaba eligiendo; ésa
fue una de las muchas formas en las que pudo haber elegido usar ese dolor.
Por supuesto que no le dije nada de eso a él. Yo estaba demasiado ocupado
horrorizándome y pensando que sí, que probablemente esto me rebasaba y que
no tenía la más mínima idea de lo que estaba hablando. Ese es un peligro latente
en mi línea de trabajo. Un problema que yo escogí. Y un problema que es mi
responsabilidad afrontar.
Al principio me sentí fatal, pero después de unos minutos comencé a
ponerme furioso. “Sus objeciones tenían muy poco que ver con lo que yo, de
hecho, afirmaba en mi artículo”, me dije. ¿Y qué carajos? Sólo porque no tengo
un hijo que haya muerto no significa que no he experimentado un dolor horrible.
Pero entonces apliqué mi propio consejo. Elegí mi problema. Me podía
enojar con este hombre e iniciar una discusión, tratar de demostrar quién de los
dos había sufrido más, lo que sólo nos habría hecho ver a ambos estúpidos e
insensibles. O podía elegir un mejor problema, trabajar en practicar la paciencia,
comprender mejor a mis lectores y tener presente a ese hombre cada vez que
escribiera sobre dolor y traumas de ahí en adelante. Y eso es lo que he tratado de
hacer desde entonces.
A él simplemente le respondí que sentía su pérdida y dejé ahí el tema. ¿Qué
más puedes decir?
La genética y las cartas que nos tocaron
En 2013, la BBC reunió a media docena de adolescentes con trastorno obsesivocompulsivo
(toc) y los acompañó conforme recibían terapias intensivas para
ayudarlos a superar sus pensamientos indeseados y sus comportamientos
repetitivos.
Una de ellas era Imogen, una chica de 17 años que tenía la necesidad
compulsiva de tocar cada superficie por la que pasara; si fallaba en el intento, la
inundaban pensamientos terribles de su familia muriendo. También estaba Josh,
quien necesitaba hacer todo con ambos lados de su cuerpo, saludar a alguien con
la mano izquierda y con la derecha, comer con ambas manos, atravesar una