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El argumento de Becker es el siguiente: todos somos conscientes, en cierto
nivel, que nuestro yo físico eventualmente morirá, que esa muerte es inevitable y
esa inevitabilidad —en cierto nivel inconsciente—nos aterroriza. Por ello, y para
compensar nuestro miedo de la pérdida inevitable de nuestro yo físico, tratamos
de construir un yo conceptual que viva eternamente. Ésta es la razón por la cual
la gente se esfuerza tanto por poner sus nombres en los edificios, en estatuas, en
los lomos de libros. Por eso nos sentimos impelidos a pasar tanto tiempo
entregándonos a los demás, especialmente a los niños, con la esperanza de que
nuestra influencia —que nuestro yo conceptual— vivirá más allá de nuestro yo
físico; que seremos recordados, venerados e idealizados mucho después de que
nuestro yo físico haya dejado de existir.
Becker denominó a estos esfuerzos “proyectos de inmortalidad”, los cuales
permiten a nuestro yo conceptual vivir más allá del momento de nuestra muerte
física. La civilización humana —dice— es básicamente el resultado de proyectos
de inmortalidad: las ciudades, los gobiernos, las estructuras y las autoridades
actuales fueron los proyectos de inmortalidad de hombres y mujeres que
vivieron antes que nosotros. Son los remanentes de los yo conceptuales que no
murieron. Nombres como Jesús, Mahoma, Napoleón y Shakespeare son tan
poderosos hoy como cuando estuvieron vivos, si no es que más. Y ésa es la
meta. Ya sea a través de dominar una forma de arte, conquistar una nueva tierra,
acumular increíbles riquezas o simplemente tener una familia grande y cariñosa
que seguirá por generaciones, todo el significado en nuestras vidas está
moldeado por este deseo innato de nunca morir realmente.
La religión, la política, los deportes, el arte y la innovación tecnológica son
el resultado de los proyectos de inmortalidad de la gente. Becker discutía que las
guerras, las revoluciones y los asesinatos masivos ocurren cuando los proyectos
de inmortalidad de un grupo se friccionan contra los de otro grupo. Siglos de
opresión y el derramamiento de sangre de millones se han justificado como la
defensa de un proyecto de inmortalidad de un grupo contra el de otro.
Pero cuando nuestros proyectos de inmortalidad fallan, se pierde el
significado; cuando la pretensión de que nuestro yo conceptual viva más allá de
nuestro yo físico no se percibe como posible o probable, el terror a morir —esa
horrible y deprimente ansiedad— vuelve a infestar nuestra mente. Un trauma
puede causar esto, tanto como la vergüenza y el ridículo social. También puede
ser causada, como sostiene Becker, por la enfermedad mental.
Si no te has dado cuenta ya, nuestros proyectos de inmortalidad son nuestros
valores. Son los barómetros de significado y valor en nuestra vida. Cuando
nuestros valores fallan, también lo hacemos nosotros, psicológicamente
hablando. Lo que Becker dice, en esencia, es que el miedo nos mueve a todos