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Capítulo

4

El valor del sufrimiento

En los meses finales de 1944, después de casi una década de guerra, Japón

sufría un revés. Su economía pataleaba, su milicia se hallaba esparcida a través

de media Asia y los territorios que había ganado en el Pacífico estaban cayendo

como piezas de dominó bajo las fuerzas estadounidenses. La derrota parecía

inevitable.

El 26 de diciembre de 1944, el teniente segundo Hiroo Onoda, del ejército

imperial japonés, fue enviado a la pequeña isla de Lubang, en las Filipinas. Sus

órdenes consistían en retrasar el avance de Estados Unidos tanto como fuera

posible; enfrentarlos, luchar a cualquier costo y jamás rendirse. Él y su

comandante sabían que, en esencia, era una misión suicida.

En febrero de 1945, los estadounidenses alcanzaron Lubang y tomaron la isla

con una fuerza abrumadora. En cuestión de días, la mayoría de los soldados

japoneses se había rendido o había caído, pero Onoda y tres de sus hombres

lograron esconderse en la jungla. Desde ahí, iniciaron una guerra de guerrillas en

contra del ejército norteamericano y la población local; atacaron líneas de

abastecimiento, dispararon contra soldados perdidos e interfirieron las acciones

de sus adversarios con cualquier manera que encontraban.

Ese agosto, medio año después, Estados Unidos lanzó dos bombas atómicas

en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Japón se rindió y la guerra más letal

en la historia llegó a su dramática conclusión.

Sin embargo, miles de soldados japoneses seguían dispersos entre las islas

del Pacífico, y muchos, como Onoda, seguían escondidos en la jungla, sin saber

que la guerra había terminado. Estos últimos retenes continuaban peleando y

saqueando como antes, lo cual representó un verdadero problema para la

reconstrucción de Asia Oriental después del conflicto; los gobiernos

coincidieron en que algo debía hacerse.

El ejército estadounidense, en conjunto con el gobierno japonés, dejó caer

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