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identificar en mi vida. Antes de la tragedia, era inhibido, no tenía ambiciones y
vivía eternamente obsesionado y confinado por lo que yo creía que el mundo
pensaba de mí. Después del trágico acontecimiento me convertí en una persona
nueva: responsable, curioso, trabajador. Aún tenía mis inseguridades y mi
pasado —como lo tenemos todos—, pero ahora me importaba algo más
significativo que mis inseguridades y mi pasado. Eso hizo toda la diferencia.
Extrañamente, la muerte de alguien me dio permiso de vivir por fin. Y quizás el
peor momento de mi vida fue el más transformador.
La muerte nos da miedo. Y porque nos da miedo, evitamos pensar en ella,
hablar de ella y a veces reconocerla, incluso cuando le sucede a alguien cercano
a nosotros.
Sin embargo, en una forma bizarra y enrevesada, la muerte es la luz bajo la
que se evalúa la sombra de todo el significado de la vida. Sin la muerte, todo se
sentiría intrascendente, toda experiencia se percibiría arbitraria, todos los
parámetros y valores no tendrían ningún significado.
Algo más allá de nosotros
Ernest Becker era un académico marginado. En 1960 obtuvo su doctorado en
antropología; en su tesis doctoral comparaba las prácticas poco convencionales y
extrañas del budismo zen con el psicoanálisis. En ese momento, el zen era visto
como algo sólo para hippies y drogadictos mientras el psicoanálisis freudiano se
consideraba una forma de psicología charlatana de la edad de piedra.
En su primer trabajo como profesor interino, Becker compartió con su
público que la práctica de la psiquiatría le parecía una forma de fascismo. Veía
dicha práctica como una especie de opresión poco científica contra los débiles y
los indefensos.
El problema era que el jefe de Becker era un psiquiatra. Así que fue un poco
como presentarte en tu primer trabajo y con orgullo comparar a tu superior con
Hitler.
Como puedes imaginarte, lo corrieron.
Así que Becker trasladó sus ideas radicales a un lugar donde pudieran ser
aceptadas: Berkeley, California. Ahí tampoco duró mucho.
Y es que no sólo sus tendencias en contra del sistema lo ponían en
problemas, también su método de enseñanza. Usaba a Shakespeare para enseñar
psicología, usaba los libros de psicología para enseñar antropología y usaba la
información antropológica para enseñar sociología. Se vestía como el rey Lear,
llevaba a cabo falsas luchas de espadachines en clase y podía despotricar contra
la política por horas, sin que esto tuviera algo que ver con la lección del día. Sus
estudiantes lo adoraban. Sus colegas profesores lo detestaban. Antes de un año,