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con mi hermano para tener una buena relación, una que yo valore. Quizá sólo
debe existir un respeto mutuo (lo hay). O quizá la confianza recíproca es lo que
hay que buscar (ahí está). Quizás estos parámetros serían mejores evaluaciones
de la fraternidad, más que el número de mensajes de texto que intercambiemos.
Lo anterior tiene mucho sentido; a mí me parece cierto. Pero aún duele que
mi hermano y yo no seamos unidos. Y no existe una forma positiva de darle la
vuelta. No hay una manera secreta de glorificarme a través de este conocimiento.
A veces, los hermanos —incluso los que se quieren— no tienen relaciones
cercanas, y está bien. Es difícil aceptarlo al principio, pero está bien. Lo que es
objetivamente cierto sobre tu situación no es tan importante como la manera en
que la percibes, como el modo en que decides medirla y valorarla. Los
problemas serán inevitables pero el significado de cada problema no lo es.
Nosotros podemos controlar lo que nuestros problemas significan basándonos en
cómo decidimos pensar en ellos, el estándar bajo el que elegimos medirlos.
Problemas de estrella de rock
En 1983, un talentoso y joven guitarrista fue echado de su banda de la peor
manera posible. El grupo había logrado cerrar recientemente un contrato con un
sello musical y estaba por grabar su primer álbum. Pero un par de días antes del
inicio de las grabaciones, la agrupación le mostró la puerta al guitarrista, sin
advertencia, sin discusiones, sin dramas; literalmente lo despertaron un día con
el boleto de autobús de regreso a casa.
Durante su trayecto de Nueva York a Los Ángeles, el guitarrista se
preguntaba a sí mismo: “¿Cómo sucedió esto? ¿Qué hice mal? ¿Qué haré ahora?
Los contratos para un disco no caen exactamente del cielo, en especial para las
bandas metaleras estridentes que recién comienzan”. ¿Había perdido su única
oportunidad?
Para cuando el autobús llegó a Los Ángeles, el músico despedido había
superado su autocompasión y se juró iniciar un nuevo grupo. Decidió que éste
sería tan exitoso, que sus viejos compañeros se arrepentirían por siempre de
haberlo corrido. Se volvería tan famoso que estarían condenados por décadas a
verlo en televisión, escucharlo en la radio, mirarlo en espectaculares por las
calles y en revistas especializadas. Acabarían sus vidas como dependientes en
alguna cadena de comida rápida, llenando camionetas con su mediocre equipo;
se pondrían gordos y borrachos, tendrían esposas horribles mientras él estaría
rockeando en conciertos en vivo, en estadios repletos de gente, transmitidos por
televisión. Se bañaría en el llanto de sus traidores, les secaría cada lágrima con
billetes nuevecitos y crujientes de 100 dólares.
Y así, el guitarrista trabajó como si hubiera sido poseído por un demonio