30.04.2013 Views

gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera

gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera

gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera

SHOW MORE
SHOW LESS

Create successful ePaper yourself

Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.

la escu<strong>el</strong>a de <strong>en</strong>fr<strong>en</strong>te, pues <strong>los</strong> niños cantaban sus lecciones mirando hacia la calle por<br />

las v<strong>en</strong>tanas, y lo que veían mejor era la casa de la acera opuesta, con las puertas y las<br />

v<strong>en</strong>tanas de par <strong>en</strong> par desde las seis de la mañana, y veían a la señorita Lynch colgando<br />

la jaula <strong>en</strong> <strong>el</strong> alero para que <strong>el</strong> turpial apr<strong>en</strong>diera las lecciones cantadas, la veían con un<br />

turbante de colores cantándolas <strong>el</strong>la también con su brillante voz caribe mi<strong>en</strong>tras hacía<br />

<strong>los</strong> oficios de la casa, y la veían después s<strong>en</strong>tada <strong>en</strong> <strong>el</strong> porche cantando sola <strong>en</strong> inglés <strong>los</strong><br />

salmos de la tarde.<br />

T<strong>en</strong>ían que escoger una hora <strong>en</strong> que no estuvieran <strong>los</strong> niños, y sólo había dos<br />

posibilidades: <strong>en</strong> la pausa d<strong>el</strong> almuerzo, <strong>en</strong>tre las doce y las dos, que era cuando<br />

también <strong>el</strong> doctor almorzaba, o al final de la tarde, cuando <strong>los</strong> niños se iban a sus casas.<br />

Esta última fue siempre la mejor hora, pero ya para <strong>en</strong>tonces <strong>el</strong> doctor había terminado<br />

sus visitas y disponía de pocos minutos para llegar a comer <strong>en</strong> familia. El tercer<br />

problema, y <strong>el</strong> más grave para él, era su propia condición. No le era posible ir sin <strong>el</strong><br />

coche, que era muy conocido y debía estar siempre <strong>en</strong> la puerta. Hubiera podido hacer<br />

cómplice al cochero, como casi todos sus amigos d<strong>el</strong> Club Social, pero eso estaba fuera<br />

d<strong>el</strong> alcance de sus costumbres. Tanto, que cuando las visitas a la señorita Lynch se<br />

hicieron demasiado evid<strong>en</strong>tes, <strong>el</strong> propio cochero familiar de librea se atrevió a<br />

preguntarle si no sería mejor que volviera a buscarlo más tarde para que <strong>el</strong> coche no<br />

estuviera tanto tiempo estacionado <strong>en</strong> la puerta. El doctor Urbino, <strong>en</strong> una reacción<br />

extraña a su modo de ser, lo cortó de un tajo:<br />

-Desde que te conozco es la primera vez que te oigo decir algo que no debías -le<br />

dijo-. Pues bi<strong>en</strong>: lo doy por no dicho.<br />

No había solución. En una ciudad como ésta era imposible ocultar una <strong>en</strong>fermedad<br />

mi<strong>en</strong>tras <strong>el</strong> coche d<strong>el</strong> médico estuviera <strong>en</strong> la puerta. A veces <strong>el</strong> propio médico tomaba la<br />

iniciativa de ir a pie, si la distancia lo permitía, o iba <strong>en</strong> un coche de alquiler, para evitar<br />

suposiciones malignas o prematuras. Sin embargo, semejantes <strong>en</strong>gaños no servían de<br />

mucho, pues las recetas que se ord<strong>en</strong>aban <strong>en</strong> las farmacias permitían descifrar la<br />

verdad, a tal punto que <strong>el</strong> doctor Urbino prescribía medicinas falsas junto con las<br />

correctas, para preservar <strong>el</strong> derecho sagrado de <strong>los</strong> <strong>en</strong>fermos a morirse <strong>en</strong> paz con <strong>el</strong><br />

secreto de sus <strong>en</strong>fermedades. También podía justificar de diversos modos honestos la<br />

pres<strong>en</strong>cia de su coche fr<strong>en</strong>te a la casa de la señorita Lynch, pero no habría podido ser<br />

por mucho tiempo, y m<strong>en</strong>os por tanto como él hubiera deseado: toda la vida.<br />

El mundo se le volvió un infierno. Pues una vez saciada la locura inicial, ambos<br />

tomaron conci<strong>en</strong>cia de <strong>los</strong> riesgos, y <strong>el</strong> doctor Juv<strong>en</strong>al Urbino no tuvo nunca la decisión<br />

de afrontar <strong>el</strong> escándalo. En <strong>los</strong> d<strong>el</strong>irios de la fiebre lo prometía todo, pero después que<br />

todo pasaba todo volvía a quedar para después. En cambio, a medida que aum<strong>en</strong>taban<br />

las ansias de estar con <strong>el</strong>la aum<strong>en</strong>taba también <strong>el</strong> temor de perderla, de modo que <strong>los</strong><br />

<strong>en</strong>cu<strong>en</strong>tros fueron si<strong>en</strong>do cada vez más apresurados y difíciles. No p<strong>en</strong>saba <strong>en</strong> otra cosa.<br />

Esperaba las tardes con una ansiedad insoportable, se le olvidaban <strong>los</strong> otros<br />

compromisos, se le olvidaba todo m<strong>en</strong>os <strong>el</strong>la, pero a-medida que <strong>el</strong> coche se acercaba a<br />

la marisma de la Mala Crianza iba rogando a Dios que un inconv<strong>en</strong>i<strong>en</strong>te de última hora lo<br />

obligara a pasar de largo. Iba <strong>en</strong> tal estado de angustia, que a veces se alegraba de ver<br />

desde la esquina la cabeza algodonada d<strong>el</strong> rever<strong>en</strong>do Lynch ley<strong>en</strong>do <strong>en</strong> la terraza, y a la<br />

hija <strong>en</strong> la sala, catequizando a <strong>los</strong> niños d<strong>el</strong> barrio con <strong>los</strong> Evang<strong>el</strong>ios cantados. Entonces<br />

se iba f<strong>el</strong>iz a su casa para no seguir desafiando al azar, pero después se s<strong>en</strong>tía<br />

<strong>en</strong>loquecer de ansiedad porque volvieran a ser todo <strong>el</strong> día las cinco de la tarde de todos<br />

<strong>los</strong> días.<br />

De modo que <strong>los</strong> <strong>amor</strong>es se volvieron imposibles cuando <strong>el</strong> coche se hizo<br />

demasiado notorio <strong>en</strong> la puerta, y al cabo de tres meses ya no fueron nada más que<br />

ridícu<strong>los</strong>. Sin tiempo para decirse nada, la señorita Lynch se metía <strong>en</strong> <strong>el</strong> dormitorio tan<br />

pronto como veía <strong>en</strong>trar al amante aturdido. Había adoptado la precaución de ponerse<br />

una falda ancha <strong>los</strong> días <strong>en</strong> que lo esperaba, una preciosa pollera de Jamaica con<br />

volantes de flores coloradas, pero sin ropa interior, sin nada, crey<strong>en</strong>do que la facilidad<br />

iba a ayudarlo contra <strong>el</strong> miedo. Pero él malgastaba todo cuanto <strong>el</strong>la hacía por hacerlo<br />

f<strong>el</strong>iz. La seguía jadeando hasta <strong>el</strong> dormitorio, empapado de sudor, y <strong>en</strong>traba <strong>en</strong><br />

Gabri<strong>el</strong> García Márquez 135<br />

El <strong>amor</strong> <strong>en</strong> <strong>los</strong> <strong>tiempos</strong> d<strong>el</strong> cólera

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!