30.04.2013 Views

gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera

gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera

gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera

SHOW MORE
SHOW LESS

Create successful ePaper yourself

Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.

se <strong>en</strong>t<strong>en</strong>día. Sin embargo, por mucho que lo int<strong>en</strong>tara, no lograba <strong>el</strong>udir la pres<strong>en</strong>cia d<strong>el</strong><br />

marido muerto: por donde quiera que iba, por donde quiera que pasaba, <strong>en</strong> cualquier<br />

cosa que hacía tropezaba con algo suyo que se lo recordaba. Pues si bi<strong>en</strong> le parecía<br />

honesto y justo que le doliera, también quería hacer todo lo posible por no regodearse <strong>en</strong><br />

<strong>el</strong> dolor. Así que se impuso la determinación drástica de desterrar de la casa todo cuanto<br />

le recordara al marido muerto, como lo único que se le ocurría para seguir vivi<strong>en</strong>do sin<br />

él.<br />

Fue una ceremonia de exterminio. El hijo aceptó llevarse la biblioteca para que <strong>el</strong>la<br />

pusiera <strong>en</strong> la oficina <strong>el</strong> costurero que nunca tuvo de casada. Por su parte, la hija se<br />

llevaría algunos muebles y numerosos objetos que le parecían muy apropiados para las<br />

subastas de antigüedades de Nueva Orleans. Todo esto fue un alivio para Fermina Daza,<br />

aunque no le hizo ninguna gracia comprobar que las cosas compradas por <strong>el</strong>la <strong>en</strong> su viaje<br />

de bodas eran ya r<strong>el</strong>iquias de anticuarios. Contra <strong>el</strong> estupor callado de las sirvi<strong>en</strong>tas, de<br />

<strong>los</strong> vecinos, de las amigas cercanas que v<strong>en</strong>ían a acompañarla <strong>en</strong> aqu<strong>el</strong><strong>los</strong> días, hizo<br />

pr<strong>en</strong>der una hoguera <strong>en</strong> un solar vacío detrás de la casa, y allí quemó todo lo que le<br />

recordaba al esposo: las ropas más costosas y <strong>el</strong>egantes que se vieron <strong>en</strong> la ciudad<br />

desde <strong>el</strong> siglo anterior, <strong>los</strong> zapatos más finos, <strong>los</strong> sombreros que se parecían a él más<br />

que sus retratos, <strong>el</strong> mecedor de siesta d<strong>el</strong> que se había levantado por última vez para<br />

morir, innumerables objetos tan ligados a su vida que ya formaban parte de su id<strong>en</strong>tidad.<br />

Lo hizo sin una sombra de duda, por la certidumbre pl<strong>en</strong>a de que su esposo lo habría<br />

aprobado, y no sólo por higi<strong>en</strong>e. Pues él le había expresado muchas veces su deseo de<br />

ser incinerado, y no recluido <strong>en</strong>, la oscuridad sin resquicios de una caja de cedro. Su<br />

r<strong>el</strong>igión se lo impedía, desde luego: se había atrevido a sondear <strong>el</strong> criterio d<strong>el</strong> arzobispo,<br />

por si acaso, y éste le había dado una negativa terminante. Era una pura ilusión, porque<br />

la Iglesia no permitía la exist<strong>en</strong>cia de hornos crematorios <strong>en</strong> nuestros cem<strong>en</strong>terios, ni<br />

para uso de r<strong>el</strong>igiones distintas de la católica, y a nadie más que al mismo Juv<strong>en</strong>al Urbino<br />

se le hubiera ocurrido la conv<strong>en</strong>i<strong>en</strong>cia de construir<strong>los</strong>. Fermina Daza no olvidó este terror<br />

d<strong>el</strong> esposo, y aun <strong>en</strong> la confusión de las primeras horas se acordó de ord<strong>en</strong>ar al<br />

carpintero que le dejara <strong>el</strong> consu<strong>el</strong>o de una brecha de luz <strong>en</strong> <strong>el</strong> ataúd.<br />

De todos modos fue un holocausto inútil. Fermina Daza se dio cu<strong>en</strong>ta muy pronto<br />

de que <strong>el</strong> recuerdo d<strong>el</strong> esposo muerto era tan refractario al fuego como parecía serlo al<br />

paso de <strong>los</strong> días. Peor aún: después de la incineración de las ropas no sólo seguía<br />

añorando lo mucho que había amado de él, sino también, y por <strong>en</strong>cima de todo, lo que<br />

más le molestaba: <strong>los</strong> ruidos que hacía al levantarse. Esos recuerdos la ayudaron a salir<br />

de <strong>los</strong> manglares d<strong>el</strong> du<strong>el</strong>o. Por <strong>en</strong>cima de todo, tomó la determinación firme de<br />

continuar la vida recordando al esposo como si no hubiera muerto. Sabía que <strong>el</strong><br />

despertar de cada mañana seguiría si<strong>en</strong>do difícil, pero lo sería cada vez m<strong>en</strong>os.<br />

Al término de la tercera semana, <strong>en</strong> efecto, empezó a vislumbrar las primeras<br />

luces. Pero a medida que aum<strong>en</strong>taban y se hacían más claras, iba tomando conci<strong>en</strong>cia de<br />

que había <strong>en</strong> su vida un fantasma atravesado que no le dejaba un instante de paz. No<br />

era <strong>el</strong> fantasma de lástima que la acechaba <strong>en</strong> <strong>el</strong> parquecito de Los Evang<strong>el</strong>ios, y que <strong>el</strong>la<br />

solía evocar desde la vejez con una cierta ternura, sino <strong>el</strong> fantasma abominable de la<br />

levita de verdugo y <strong>el</strong> sombrero apoyado <strong>en</strong> <strong>el</strong> pecho, cuya impertin<strong>en</strong>cia estúpida la<br />

había perturbado de tal modo que ya le era imposible no p<strong>en</strong>sar <strong>en</strong> él. Siempre, desde<br />

que <strong>el</strong>la lo rechazó a <strong>los</strong> dieciocho años, le quedó la convicción de haber dejado <strong>en</strong> él una<br />

semilla de odio que <strong>el</strong> tiempo no haría sino aum<strong>en</strong>tar. Había contado con ese odio <strong>en</strong><br />

todo mom<strong>en</strong>to, lo s<strong>en</strong>tía <strong>en</strong> <strong>el</strong> aire cuando <strong>el</strong> fantasma estaba cerca, su sola visión la<br />

perturbaba, la asustaba de tal modo que nunca <strong>en</strong>contró una manera natural de<br />

comportarse con él. La noche <strong>en</strong> que él le reiteró su <strong>amor</strong>, todavía con las flores d<strong>el</strong><br />

esposo muerto perfumando la casa, <strong>el</strong>la no pudo <strong>en</strong>t<strong>en</strong>der que aqu<strong>el</strong> desplante no fuera<br />

<strong>el</strong> primer paso de quién sabe qué siniestro propósito de v<strong>en</strong>ganza.<br />

La persist<strong>en</strong>cia de su recuerdo le aum<strong>en</strong>taba la rabia. Cuando despertó p<strong>en</strong>sando<br />

<strong>en</strong> él, al día sigui<strong>en</strong>te d<strong>el</strong> <strong>en</strong>tierro, logró quitárs<strong>el</strong>o de la memoria con un simple gesto de<br />

la voluntad. Pero la rabia volvía siempre, y muy pronto se dio cu<strong>en</strong>ta de que <strong>el</strong> deseo de<br />

olvidarlo era <strong>el</strong> más fuerte estímulo para recordarlo. Entonces se atrevió a evocar por<br />

154 Gabri<strong>el</strong> García Márquez<br />

El <strong>amor</strong> <strong>en</strong> <strong>los</strong> <strong>tiempos</strong> d<strong>el</strong> cólera

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!