30.04.2013 Views

gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera

gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera

gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera

SHOW MORE
SHOW LESS

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

estables se acabaron por chismes de llamadas anónimas, y muchas familias<br />

atemorizadas susp<strong>en</strong>dieron <strong>el</strong> servicio o se negaron a t<strong>en</strong>erlo durante años. El doctor<br />

Urbino sabía que su esposa se respetaba tanto a sí misma como para no permitir siquiera<br />

un int<strong>en</strong>to de infid<strong>en</strong>cia anónima por t<strong>el</strong>éfono, y no podía imaginarse a nadie tan atrevido<br />

como para hacérs<strong>el</strong>a <strong>en</strong> nombre propio. En cambio, le temía al método antiguo: un pap<strong>el</strong><br />

deslizado por debajo de la puerta por una mano desconocida podía ser eficaz, no sólo<br />

porque garantizaba <strong>el</strong> doble anónimo d<strong>el</strong> remit<strong>en</strong>te y <strong>el</strong> destinatario, sino porque su<br />

estirpe leg<strong>en</strong>daria permitía atribuirle alguna r<strong>el</strong>ación metafísica con <strong>los</strong> designios de la<br />

Divina Provid<strong>en</strong>cia.<br />

Los c<strong>el</strong>os no conocían su casa: durante más de treinta años de paz conyugal, <strong>el</strong><br />

doctor Urbino se había preciado <strong>en</strong> público muchas veces, y hasta <strong>en</strong>tonces había sido<br />

cierto, de ser como <strong>los</strong> fósforos suecos, que sólo <strong>en</strong>ci<strong>en</strong>d<strong>en</strong> <strong>en</strong> su propia caja. Pero<br />

ignoraba cuál podía ser la reacción de una mujer con tanto orgullo como la suya, con<br />

tanta dignidad y con un carácter tan fuerte, fr<strong>en</strong>te a una infid<strong>el</strong>idad comprobada. De<br />

modo que después de mirarla a la cara como <strong>el</strong>la se lo había pedido, no se le ocurrió<br />

nada más que bajar otra vez la mirada para disimular la turbación, y siguió fingiéndose<br />

extraviado <strong>en</strong> <strong>los</strong> dulces meandros de la isla de Alca, mi<strong>en</strong>tras se le ocurría qué hacer.<br />

Fermina Daza, por su parte, tampoco dijo nada más. Cuando terminó de zurcir las<br />

medias echó las cosas sin ningún ord<strong>en</strong> d<strong>en</strong>tro d<strong>el</strong> costurero, dio <strong>en</strong> la cocina<br />

instrucciones para la c<strong>en</strong>a, y se fue al dormitorio.<br />

Entonces él t<strong>en</strong>ía su determinación tan bi<strong>en</strong> tomada que a las cinco de la tarde no<br />

pasó por la casa de la señorita Lynch. Las promesas de <strong>amor</strong> eterno, la ilusión de una<br />

casa discreta para <strong>el</strong>la sola donde él pudiera visitarla sin sobresaltos, la f<strong>el</strong>icidad sin prisa<br />

hasta la muerte, todo cuanto él había prometido <strong>en</strong> las llamaradas d<strong>el</strong> <strong>amor</strong> quedó<br />

canc<strong>el</strong>ado por siempre jamás. Lo último que la señorita Lynch tuvo de él fue una<br />

diadema de esmeraldas que <strong>el</strong> cochero le <strong>en</strong>tregó sin com<strong>en</strong>tarios, sin un recado, sin una<br />

nota escrita, y d<strong>en</strong>tro de una cajita <strong>en</strong>vu<strong>el</strong>ta con pap<strong>el</strong> de farmacia para que <strong>el</strong> mismo<br />

cochero la creyera una medicina de urg<strong>en</strong>cia. No volvió a verla ni por casualidad <strong>en</strong> <strong>el</strong><br />

resto de su vida, y sólo Dios supo cuánto dolor le costó esta resolución heroica, y cuántas<br />

lágrimas de hi<strong>el</strong> tuvo que derramar <strong>en</strong>cerrado <strong>en</strong> <strong>el</strong> retrete para sobrevivir a su desastre<br />

íntimo. A las cinco, <strong>en</strong> vez de ir con <strong>el</strong>la, hizo ante su confesor un acto de contrición<br />

profunda, y <strong>el</strong> domingo sigui<strong>en</strong>te comulgó con <strong>el</strong> corazón hecho pedazos, pero con <strong>el</strong><br />

alma tranquila.<br />

La misma noche de la r<strong>en</strong>uncia, mi<strong>en</strong>tras se desvestía para dormir, le repitió a<br />

Fermina Daza la amarga letanía de sus insomnios matinales, las punzadas súbitas, las<br />

ganas de llorar al atardecer, <strong>los</strong> síntomas cifrados d<strong>el</strong> <strong>amor</strong> escondido que él le contaba<br />

<strong>en</strong>tonces como si fueran las miserias de la vejez. T<strong>en</strong>ía que hacerlo con algui<strong>en</strong> para no<br />

morirse, para no t<strong>en</strong>er que contar la verdad, y al fin y al cabo aqu<strong>el</strong><strong>los</strong> desahogos<br />

estaban consagrados <strong>en</strong> <strong>los</strong> ritos domésticos d<strong>el</strong> <strong>amor</strong>. Ella lo oyó con at<strong>en</strong>ción, pero sin<br />

mirarlo, sin decir nada, mi<strong>en</strong>tras iba recibi<strong>en</strong>do la ropa que él se quitaba. Olía cada pieza<br />

sin ningún gesto que d<strong>el</strong>atara su rabia, la <strong>en</strong>rollaba de cualquier modo, y la tiraba <strong>en</strong> <strong>el</strong><br />

canasto de mimbre de la ropa sucia. No <strong>en</strong>contró <strong>el</strong> olor, pero daba lo mismo: mañana<br />

será otro día. Antes de arrodillarse a rezar fr<strong>en</strong>te al altarcito d<strong>el</strong> dormitorio, él concluyó <strong>el</strong><br />

recu<strong>en</strong>to de sus p<strong>en</strong>urias con un suspiro triste, y sincero, además: “Creo que me voy a<br />

morir”. Ella no parpadeó siquiera para replicarle.<br />

-Sería lo mejor -dijo-. Así estaremos <strong>los</strong> dos más tranqui<strong>los</strong>.<br />

Años antes, <strong>en</strong> la crisis de una <strong>en</strong>fermedad p<strong>el</strong>igrosa, él había hablado de la<br />

posibilidad de morir, y <strong>el</strong>la le había dado con la misma réplica brutal. El doctor Urbino la<br />

atribuyó a la inclem<strong>en</strong>cia propia de las mujeres, gracias a la cual es posible que la Tierra<br />

siga girando alrededor d<strong>el</strong> Sol, porque <strong>en</strong>tonces ignoraba que <strong>el</strong>la interponía siempre una<br />

barrera de rabia para que no se le notara <strong>el</strong> miedo. Y <strong>en</strong> ese caso, <strong>el</strong> más terrible de<br />

todos, que era <strong>el</strong> miedo de quedarse sin él.<br />

Aqu<strong>el</strong>la noche, <strong>en</strong> cambio, le había deseado la muerte con todo <strong>el</strong> ímpetu de su<br />

corazón, y esa certidumbre lo alarmó. Después la sintió sollozar <strong>en</strong> la oscuridad, muy<br />

Gabri<strong>el</strong> García Márquez 137<br />

El <strong>amor</strong> <strong>en</strong> <strong>los</strong> <strong>tiempos</strong> d<strong>el</strong> cólera

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!