gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera
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empezado a pesarle <strong>en</strong> <strong>el</strong> mom<strong>en</strong>to mismo <strong>en</strong> que la mandó, pero desde <strong>el</strong> <strong>en</strong>cabezado<br />
señorial y <strong>los</strong> propósitos d<strong>el</strong> primer párrafo compr<strong>en</strong>dió que algo había cambiado <strong>en</strong> <strong>el</strong><br />
mundo. Quedó tan intrigada, que se <strong>en</strong>cerró <strong>en</strong> <strong>el</strong> dormitorio para leerla con tranquilidad<br />
antes de quemarla, y la leyó tres veces sin tomar ali<strong>en</strong>to.<br />
Eran meditaciones sobre la vida, <strong>el</strong> <strong>amor</strong>, la vejez, la muerte: ideas que habían<br />
pasado muchas veces aleteando como pájaros nocturnos sobre su cabeza, pero que se le<br />
desbarataban <strong>en</strong> un reguero de plumas cuando trataba de atraparlas. Allí estaban,<br />
nítidas, simples, tal como a <strong>el</strong>la le hubiera gustado decirlas, y una vez más se dolió de<br />
que su esposo no estuviera vivo para com<strong>en</strong>tarlas con él, como solían com<strong>en</strong>tar antes de<br />
dormir ciertos hechos de la jornada. De ese modo se le rev<strong>el</strong>aba un Flor<strong>en</strong>tino Ariza<br />
desconocido, con una clarivid<strong>en</strong>cia que no correspondía a las esqu<strong>el</strong>as febriles de su<br />
juv<strong>en</strong>tud ni a su conducta sombría de toda la vida. Eran más bi<strong>en</strong> las palabras d<strong>el</strong><br />
hombre que a la tía Escolástica le pareció inspirado por <strong>el</strong> Espíritu Santo, y este<br />
p<strong>en</strong>sami<strong>en</strong>to volvió a asustarla como la primera vez. En todo caso, lo que más contribuyó<br />
a calmar su ánimo fue la certidumbre de que aqu<strong>el</strong>la carta de viejo sabio no era una<br />
t<strong>en</strong>tativa de reiterar la impertin<strong>en</strong>cia de la noche d<strong>el</strong> du<strong>el</strong>o, sino una manera muy noble<br />
de borrar <strong>el</strong> pasado.<br />
Las cartas sigui<strong>en</strong>tes acabaron de apaciguarla. Las quemó de todos modos,<br />
después de leerlas con un interés creci<strong>en</strong>te, aunque a medida que las quemaba iba<br />
quedándole un sedim<strong>en</strong>to de culpa que no conseguía disipar. Así que cuando empezó a<br />
recibirlas numeradas <strong>en</strong>contró una justificación moral que estaba deseando para no<br />
destruirlas. Su int<strong>en</strong>ción inicial, <strong>en</strong> todo caso, no era conservarlas para <strong>el</strong>la, sino esperar<br />
una ocasión de devolvérs<strong>el</strong>as a Flor<strong>en</strong>tino Ariza para que no fuera a perderse algo que a<br />
<strong>el</strong>la le parecía de tanta utilidad humana. Lo malo fue que <strong>el</strong> tiempo pasó y las cartas<br />
siguieron llegando, una cada tres o cuatro días de todo <strong>el</strong> año, y <strong>el</strong>la no supo cómo<br />
devolverlas sin que pareciera un desaire que ya no quería hacer, y sin t<strong>en</strong>er que<br />
explicarlo <strong>en</strong> una carta que su orgullo se negaba a escribir.<br />
Le había bastado aqu<strong>el</strong> primer año para asumir la viudez. El recuerdo purificado<br />
d<strong>el</strong> marido dejó de ser un tropiezo <strong>en</strong> sus actos cotidianos, <strong>en</strong> sus p<strong>en</strong>sami<strong>en</strong>tos íntimos,<br />
<strong>en</strong> sus int<strong>en</strong>ciones más simples, y se convirtió <strong>en</strong> una pres<strong>en</strong>cia vigilante que la guiaba<br />
sin estorbarla. A veces lo <strong>en</strong>contraba, no como una aparición, sino <strong>en</strong> carne y hueso,<br />
donde <strong>en</strong> verdad le hacía falta. La al<strong>en</strong>taba la certidumbre de que él estaba allí, todavía<br />
vivo pero sin sus caprichos de hombre, sin sus exig<strong>en</strong>cias patriarcales, sin la necesidad<br />
agotadora de que <strong>el</strong>la lo amara con <strong>el</strong> mismo ritual de besos inoportunos y palabras<br />
tiernas con que él la amaba. Pues <strong>en</strong>tonces lo <strong>en</strong>t<strong>en</strong>día mejor que cuando estaba vivo,<br />
<strong>en</strong>t<strong>en</strong>dió la ansiedad de su <strong>amor</strong>, la urg<strong>en</strong>cia de <strong>en</strong>contrar <strong>en</strong> <strong>el</strong>la la seguridad que<br />
parecía ser <strong>el</strong> soporte de su vida pública, y que <strong>en</strong> realidad no tuvo nunca. Un día, <strong>en</strong> <strong>el</strong><br />
colmo de la desesperación, <strong>el</strong>la le había gritado: “No te das cu<strong>en</strong>ta de lo inf<strong>el</strong>iz que soy”.<br />
El se quitó <strong>los</strong> l<strong>en</strong>tes con un gesto muy suyo, sin alterarse, la inundó con las aguas<br />
diáfanas de sus ojos pueriles, y <strong>en</strong> una sola frase le echó <strong>en</strong>cima todo <strong>el</strong> peso de su<br />
sapi<strong>en</strong>cia insoportable: “Recuerda siempre que lo más importante de un bu<strong>en</strong><br />
matrimonio no es la f<strong>el</strong>icidad sino la estabilidad”. Desde sus primeras soledades de viuda<br />
<strong>el</strong>la <strong>en</strong>t<strong>en</strong>dió que aqu<strong>el</strong>la frase no escondía la am<strong>en</strong>aza mezquina que le había atribuido<br />
<strong>en</strong> su tiempo, sino la piedra lunar que les había proporcionado a ambos tantas horas<br />
f<strong>el</strong>ices.<br />
En <strong>los</strong> tantos viajes por <strong>el</strong> mundo, Fermina Daza compraba todo lo que le llamaba<br />
la at<strong>en</strong>ción por su novedad. Las deseaba por un impulso primario que su esposo se<br />
complacía <strong>en</strong> racionalizar, y eran cosas b<strong>el</strong>las y útiles mi<strong>en</strong>tras estaban <strong>en</strong> su medio de<br />
orig<strong>en</strong>, <strong>en</strong> las vitrinas de Roma, de París, de Londres, o <strong>en</strong> las de aqu<strong>el</strong> Nueva York<br />
trepidante d<strong>el</strong> charleston donde empezaban a crecer <strong>los</strong> rascaci<strong>el</strong>os, pero no soportaban<br />
la prueba de <strong>los</strong> valses de Strauss con chicharrones y las batallas de flores a cuar<strong>en</strong>ta<br />
grados a la sombra. Así que regresaba con media doc<strong>en</strong>a de baúles verticales, <strong>en</strong>ormes,<br />
de metal charolado con cerraduras y esquinas de cobre como férétros de fantasía, dueña<br />
y señora de las últimas maravillas d<strong>el</strong> mundo, que sin embargo no valían su precio <strong>en</strong><br />
oro sino <strong>en</strong> <strong>el</strong> instante fugaz <strong>en</strong> que algui<strong>en</strong> de su mundo local las veía por una vez. Pues<br />
164 Gabri<strong>el</strong> García Márquez<br />
El <strong>amor</strong> <strong>en</strong> <strong>los</strong> <strong>tiempos</strong> d<strong>el</strong> cólera