gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera
gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera
gabriel-garcia-marquez-el-amor-en-los-tiempos-del-colera
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
para eso habían sido compradas: para que <strong>los</strong> otros las vieran una vez. Ella había<br />
tomado conci<strong>en</strong>cia de la vanidad de su imag<strong>en</strong> pública desde mucho antes de que<br />
empezara a <strong>en</strong>vejecer, y a m<strong>en</strong>udo se le oía decir <strong>en</strong> la casa: “Hay que salir de tantos<br />
chécheres que ya no dejan dónde vivir”. El doctor Urbino se burlaba de sus propósitos<br />
estériles, pues sabía que <strong>los</strong> espacios liberados sólo iban a servir para ll<strong>en</strong>ar<strong>los</strong> de nuevo.<br />
Pero <strong>el</strong>la insistía, porque <strong>en</strong> verdad no había sitio para una cosa más, ni había <strong>en</strong> ningún<br />
sitio una cosa que <strong>en</strong> realidad sirviera para algo, como camisas colgadas <strong>en</strong> las manijas<br />
de las puertas o abrigos de inviernos europeos apretujados <strong>en</strong> <strong>los</strong> armarios de la cocina.<br />
Así que una mañana <strong>en</strong> que se levantaba con <strong>el</strong> espíritu alzado echaba abajo <strong>los</strong> roperos,<br />
vaciaba <strong>los</strong> baúles, desmant<strong>el</strong>aba <strong>los</strong> desvanes, y armaba un desmadre de guerra con <strong>los</strong><br />
montones de ropa demasiado vista, <strong>los</strong> sombreros que nunca se puso porque no hubo<br />
ocasión mi<strong>en</strong>tras estuvieron de moda, <strong>los</strong> zapatos copiados por <strong>los</strong> artistas de Europa de<br />
<strong>los</strong> que usaban las emperatrices para ser coronadas, y que aquí eran despreciados por<br />
las señoritas de alcurnia por ser idénticos a <strong>los</strong> que compraban las negras <strong>en</strong> <strong>el</strong> mercado<br />
para andar por casa. Durante toda la mañana la terraza interior permanecía <strong>en</strong> estado de<br />
emerg<strong>en</strong>cia, y costaba trabajo respirar <strong>en</strong> la casa por las ráfagas acres de las bolas de<br />
naftalina. Pero la calma se restablecía <strong>en</strong> pocas horas, pues al final <strong>el</strong>la se compadecía de<br />
tanta seda tirada por <strong>los</strong> su<strong>el</strong>os, tantos brocados sobrantes y desperdicios de<br />
pasamanería, tantas colas de zorros azules cond<strong>en</strong>ados a la hoguera.<br />
-Esto es pecado quemarlo -decía---, con tanta g<strong>en</strong>te que no ti<strong>en</strong>e ni que comer.<br />
Así que la quemazón se aplazaba, se aplazó siempre, y las cosas no hacían sino<br />
cambiar de lugar, de sus sitios de privilegio a las antiguas caballerizas transformadas <strong>en</strong><br />
depósito de saldos, mi<strong>en</strong>tras <strong>los</strong> espacios liberados, tal como él lo decía, empezaban a<br />
ll<strong>en</strong>arse de nuevo, a desbordarse de cosas que vivían un instante y se iban a morir <strong>en</strong> <strong>los</strong><br />
roperos: hasta la sigui<strong>en</strong>te quemazón. Ella decía: “Habría que inv<strong>en</strong>tar qué se hace con<br />
las cosas que no sirv<strong>en</strong> para nada pero que tampoco se pued<strong>en</strong> botar”. Así era: la<br />
aterrorizaba la voracidad con que <strong>los</strong> objetos iban invadi<strong>en</strong>do <strong>los</strong> espacios de vivir,<br />
desplazando a <strong>los</strong> humanos, arrinconándo<strong>los</strong>, hasta que Fermina Daza <strong>los</strong> ponía donde<br />
no se vieran. Pues no era tan ord<strong>en</strong>ada como se creía, sino que t<strong>en</strong>ía un método propio y<br />
desesperado para parecerlo: escondía <strong>el</strong> desord<strong>en</strong>. El día <strong>en</strong> que murió Juv<strong>en</strong>al Urbino<br />
tuvieron que desocupar la mitad d<strong>el</strong> estudio y amontonar las cosas <strong>en</strong> <strong>los</strong> dormitorios<br />
para t<strong>en</strong>er un espacio donde v<strong>el</strong>arlo.<br />
El paso de la muerte por la casa dejó la solución. Una vez que quemó la ropa d<strong>el</strong><br />
marido, Fermina Daza se dio cu<strong>en</strong>ta de que <strong>el</strong> pulso no le había temblado, y con <strong>el</strong><br />
mismo impulso siguió pr<strong>en</strong>di<strong>en</strong>do la hoguera cada cierto tiempo, echándolo todo, lo viejo<br />
y lo nuevo, sin p<strong>en</strong>sar <strong>en</strong> la <strong>en</strong>vidia de <strong>los</strong> ricos ni <strong>en</strong> la retaliación de <strong>los</strong> pobres que se<br />
morían de hambre. Por último, hizo cortar de raíz <strong>el</strong> palo de mango hasta que no quedó<br />
ningún vestigio de la desgracia, y regaló <strong>el</strong> loro vivo al nuevo Museo de la Ciudad. Sólo<br />
<strong>en</strong>tonces respiró a su gusto <strong>en</strong> una casa como siempre la había soñado: amplia, fácil y<br />
suya.<br />
Of<strong>el</strong>ia, la hija, la acompañó tres meses y volvió a Nueva Orleans. El hijo traía a <strong>los</strong><br />
suyos a almorzar <strong>en</strong> familia <strong>los</strong> domingos, y cada vez que podía durante la semana. Las<br />
amigas más cercanas de Fermina Daza empezaron a visitarla una vez superada la crisis<br />
d<strong>el</strong> du<strong>el</strong>o, jugaban a las barajas fr<strong>en</strong>te al patio p<strong>el</strong>ado, <strong>en</strong>sayaban nuevas recetas de<br />
cocina, la ponían al día sobre la vida secreta d<strong>el</strong> mundo insaciable que seguía existi<strong>en</strong>do<br />
sin <strong>el</strong>la. Una de las más asiduas fue Lucrecia d<strong>el</strong> Real d<strong>el</strong> Obispo, una aristócrata a la<br />
antigua con qui<strong>en</strong> siempre mantuvo una bu<strong>en</strong>a amistad, y que se acercó más a <strong>el</strong>la<br />
desde la muerte de Juv<strong>en</strong>al Urbino. Envarada por la artritis y arrep<strong>en</strong>tida de su mal vivir,<br />
Lucrecia d<strong>el</strong> Real le llevaba <strong>en</strong>tonces no sólo la mejor compañía, sino que le consultaba<br />
<strong>los</strong> proyectos cívicos y mundanos que se preparaban <strong>en</strong> la ciudad, y esto la hacía s<strong>en</strong>tirse<br />
útil por <strong>el</strong>la misma y no por la sombra protectora d<strong>el</strong> marido. Sin embargo, nunca como<br />
<strong>en</strong>tonces se le id<strong>en</strong>tificó tanto con él, pues le quitaron <strong>el</strong> nombre de soltera con <strong>el</strong> que<br />
siempre la habían llamado, y empezó a ser la viuda de Urbino.<br />
Le parecía inconcebible, pero a medida que se aproximaba <strong>el</strong> primer aniversario de<br />
la muerte d<strong>el</strong> esposo, Fermina Daza se s<strong>en</strong>tía <strong>en</strong>trando <strong>en</strong> un ámbito sombreado, fresco,<br />
Gabri<strong>el</strong> García Márquez 165<br />
El <strong>amor</strong> <strong>en</strong> <strong>los</strong> <strong>tiempos</strong> d<strong>el</strong> cólera