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Richards Keith-Vida-Memorias

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Por lo menos tenías tu bici. Un día yo y mi amigo Dave Gibbs, que vivía en<br />

Temple Hill, decidimos que sería estupendo ponerle unas aletas de cartón a la<br />

rueda de atrás para que al rozar con los radios hicieran un sonido parecido al de<br />

un motor. Oíamos cosas como «quitadle esas putas cosas a la bici, que estoy<br />

intentando dormir un poco», así que optábamos por irnos a las marismas o al<br />

bosque del río; éste era territorio peligroso porque había mucho indeseable suelto<br />

por allí, hombretones que te chillaban «¡largo de aquí!». Acabamos quitándoles<br />

los cartones a las bicis. Aquello estaba lleno de locos, desertores y vagabundos;<br />

muchos eran desertores del ejército británico, recordaban a aquellos soldados<br />

japoneses para quienes la guerra no había terminado; algunos llevaban allí cinco<br />

o seis años, se apañaban una caravana o una cabaña en un árbol. Eran unos<br />

salvajes, auténticas bestias. El primer disparo que recibí en mi vida se lo debo a<br />

uno de esos cabrones: buen tiro, un balín en el culo. Uno de los sitios adonde más<br />

nos gustaba ir era un viejo fortín, un nido de ametralladora de los muchos que<br />

había a lo largo de la orilla; allí nos entregábamos a la literatura; o sea, a las<br />

arrugadas fotos de chicas que se amontonaban en un rincón.<br />

Un día encontramos a un vagabundo muerto acurrucado en una esquina y<br />

envuelto en una nube de moscardones. Había revistas guarras, condones usados,<br />

zumbido de insectos. Y aquel vagabundo había estirado la pata. Llevaba allí días,<br />

tal vez semanas. No se lo contamos a nadie. Salimos corriendo como alma que<br />

lleva el diablo.<br />

Me recuerdo haciendo el trayecto desde la casa de la tía Lil hasta la escuela<br />

primaria, que estaba en West Hill; yo chillaba como un poseso: «¡Mamá, no,<br />

mamá, que noooo!». Iba a rastras pataleando y berreando, pero iba. Los mayores<br />

siempre se las arreglan para salirse con la suya. Yo me resistía, pero sabía que<br />

era una guerra sin cuartel. A Doris le daba pena, pero no tanta: «Así es la vida,<br />

hijo, no hay nada que hacer». Recuerdo a mi primo, el hijo de la tía Lil. Un<br />

mocetón. Debía de tener unos quince años y encandilaba a todo el mundo con su<br />

simpatía. Era mi héroe. ¡Y tenía una camisa a cuadros! Por no hablar de que salía<br />

y entraba cuando quería. Me parece que se llamaba Reg. Era hermano de la<br />

prima Kay, que me cabreaba un montón porque tenía las piernas muy largas y<br />

siempre me ganaba cuando echábamos una carrera. Siempre me tenía que<br />

conformar con un digno segundo puesto. Claro que ella era mayor que yo. La<br />

primera vez que monté a caballo (a pelo) fue con ella: por allí pastaba (aunque es<br />

dudoso que aquello fuera «pasto») una yegua blanca que no sabía ni dónde estaba<br />

de puro vieja. Yo estaba con un par de amigos y la prima Kay, saltamos la valla y<br />

nos las ingeniamos para subirnos a la yegua. ¡Menos mal que era un animal de lo

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