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Richards Keith-Vida-Memorias

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encantados de recibir a unos forasteros de aspecto raro.<br />

Me acompañaban Ronnie Wood, Freddie Sessler (todo un personaje, un<br />

buen amigo y casi un padre para mí cuyo nombre aparecerá repetidas veces a lo<br />

largo de esta historia) y Jim Callaghan, nuestro jefe de seguridad durante años.<br />

Recorríamos los más de 600 kilómetros que hay entre Memphis y Dallas, donde<br />

teníamos un bolo al día siguiente en el estadio de fútbol americano, el Cotton<br />

Bowl. Jim Dickinson, el muchacho sureño que tocaba el piano en «Wild Horses»,<br />

nos había dicho que merecía la pena ver el paisaje de Texarkana, y además<br />

estábamos hartos del avión, sobre todo después de un vuelo espeluznante de<br />

Washington a Memphis en el que de repente descendimos varios miles de<br />

metros con mucho sollozo y mucho grito, la fotógrafa Annie Leibovitz<br />

golpeándose la cabeza contra el techo y los pasajeros besando el asfalto<br />

cuando por fin aterrizamos. A mí se me vio en la parte trasera consumiendo<br />

sustancias varias con más dedicación de la habitual mientras íbamos<br />

dando tumbos por el aire: no quería desperdiciarlas. Un mal rollo en el Star-ship,<br />

el viejo avión de Bobby Sherman.<br />

Así que fuimos por carretera y Ronnie y yo hicimos algo particularmente<br />

estúpido: nos detuvimos en el 4-Dice, nos sentamos, pedimos, nos levantamos y<br />

nos fuimos al baño. Ya se sabe, un tonificante, just start me up, y agarramos un<br />

buen colocón. Como no nos atraía demasiado ni la clientela ni la comida, nos<br />

quedamos por los servicios echando unas risas. Debimos de estar allí unos<br />

cuarenta minutos, y eso no se hace en un sitio así, no por aquel entonces. Fue lo<br />

que caldeó el ambiente y empeoró las cosas. Total, que los camareros llamaron a<br />

la poli. Al salir encontramos un coche negro aparcado en la puerta (sin matrícula)<br />

y justo cuando nos marchábamos (apenas habíamos avanzado veinte<br />

metros) empezaron las sirenas y las lucecitas, y allí estaban ellos con sus<br />

pistolas en nuestras jetas.<br />

Yo llevaba una gorra vaquera con varios bolsillos llenos de droga. Todo<br />

estaba lleno de drogas, hasta las puertas del coche: bastaba con desencajar los<br />

paneles para hallar bolsas de plástico con coca, hierba, peyote y mescalina.<br />

¡Dios! ¿Cómo íbamos a salir de aquélla? Era el momento menos oportuno para<br />

que nos trincaran. Ya era un milagro que nos hubiesen permitido entrar en el país<br />

para hacer la gira. Nuestros visados pendían de un hilo hecho con requisitos<br />

(como bien sabía la policía de todas las ciudades grandes) y los había conseguido<br />

Bill Carter después de mucho tejemaneje por los despachos del Departamento<br />

de Estado y el Servicio de Inmigración durante los dos años anteriores.

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