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Richards Keith-Vida-Memorias

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que era un tío normal que, con decir una palabra, de repente desaparecía: «Yo<br />

también quiero aprender ese truco —pensabas para tus adentros—, quiero<br />

largarme de aquí». Y, a medida que íbamos creciendo y nos salía algo de<br />

músculo, empezábamos a darnos importancia. Lo absurdo del Dartford Tech eran<br />

las pretensiones de ser una escuela privada de élite: los delegados de clase<br />

llevaban un pomponcito dorado en la gorra, había un Pabellón Este y un Pabellón<br />

Oeste... ¡Vamos, que intentaban reproducir un mundo que en realidad había<br />

desaparecido! Como si la guerra nunca hubiera ocurrido, un mundo de criquet,<br />

copas, trofeos y grandes hazañas académicas. La calidad de los profesores<br />

estaba muy por debajo de la media, pero aun así creían en aquel ideal, como<br />

si aquello fuera Eton o Winchester, como si estuviéramos en los años veinte o<br />

treinta, ¡o incluso en la década de 1890! Y, en medio de todo aquello, en los años<br />

que estuve allí después de la gran catástrofe del coro, se respiraba un aire de<br />

anarquía que pareció durar una eternidad, una especie de caos prolongado. Igual<br />

sólo fue el trimestre en que, por la razón que fuera, salíamos a los campos de<br />

juego como desatados, éramos como una masa informe de negros nubarrones, los<br />

trescientos saltando y corriendo por todos lados. Me parece raro, ahora que lo<br />

pienso, que nadie viniera a meternos en vereda. Seguramente éramos<br />

demasiados... Y además nunca le pasó nada grave a nadie. Eso sí, aquello nos<br />

permitía un cierto grado de libertad, hasta el punto de que cuando al jefe de<br />

delegados se le ocurrió venir a poner orden un día, casi lo linchamos; era el<br />

típico tirano: capitán en todos los deportes, jefe de delegados, el mejor en todo.<br />

Se pavoneaba por la escuela y se ponía en plan gran cargo oficial con los<br />

pequeños, así que decidimos darle a probar su propia medicina. Se llamaba<br />

Swanton, lo recuerdo perfectamente. Aquel día estaba lloviendo: le quitamos<br />

toda la ropa y lo perseguimos por el campo hasta que acabó subiéndose a<br />

un árbol; eso sí, le dejamos puesto el gorro con el pompón dorado, nada más. Al<br />

final, Swanton bajó del árbol y con los años se acabaría convirtiendo en<br />

catedrático de historia medieval en la Universidad de Exeter y escribiría su gran<br />

obra magna: Poesía inglesa del período anterior a Chaucer.<br />

De todos los profesores, el único que nos entendía un poco y no nos daba<br />

órdenes a gritos era el de religión, el señor Edgington. Solía llevar un traje de<br />

color azulete con manchas de lefa en la pernera. El señor Edgington, el pajillero.<br />

Clase de religión: cuarenta y cinco minutos de «vamos al Evangelio de Lucas» y<br />

nosotros pensando que o se había meado encima o venía de tirarse a la señora<br />

Mountjoy (la profesora de arte), o algo así.<br />

Mi mente se había vuelto la de un delincuente consumado: lo que fuera con

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