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Dulzura se había metido en el coche, se había pellizcado las mejillas y se había<br />
ido al restaurante indio de un amigo. Llevaba unos zapatos de color marrón. El<br />
restaurante estaba animado, Dulzura se reía de todos los comentarios. Tenía la barba<br />
mal afeitada y hablaba sobre el precio de las verduras. Estaba sudando y se llevó una<br />
sorpresa. No podía apartar los ojos de su cara. Debió de sentirse confundido al<br />
traspasar el umbral de la puerta y ser abrazado por su padre. Después puso fin a su<br />
vida. A la de los dos.<br />
Durante meses, la casa se quedó en silencio. Emma se sentaba al borde de la<br />
cama y pasaba de todo. Sin embargo, se daba perfecta cuenta de que el abandono era<br />
una oportunidad. Se puso a trabajar haciendo striptease y acabó en la cárcel. Por fin,<br />
después de semanas y semanas, reflexionó sobre la experiencia y miró a su madre con<br />
cara de satisfacción. No sabían qué hacer con la casa, pero estaban peligrosamente<br />
cerca de la ruina. Aquella casa era una condena de por vida.<br />
—Si Dulzura estuviese aquí —dijo la madre—, le daría un buen bofetón. Nada<br />
bueno cabe ya esperar de este mundo. Estamos solas.<br />
hacer algo.<br />
—Escúchame bien, Emma —dijo Sophie, con un hilillo de voz—. Tienes que<br />
—Haré lo que pueda. Creo que no puedo perder el tiempo. Antes me<br />
preguntaba cómo reaccionaría en una situación como esta.<br />
—¡Esta hija es un desastre y un caso perdido! ¿Qué piensas hacer?<br />
—Creo que ya es hora de que nos vayamos de Londres. Estoy lista para<br />
ponerme manos a la obra.<br />
Pintaron la casa de color blanco y empezaron a hablar de venderla. Contaban<br />
con un puñado de ofertas de delincuentes y cantantes. Emma habría preferido<br />
quedarse en la casa, pero empezó a gustarle el valor que le daban los interesados en<br />
comprarla. Se pasaba el día entero montando y desmontando las camas y los<br />
muebles.<br />
habitaciones.<br />
—Mire el partido que se le puede sacar a esto —repetía mientras recorría las<br />
Muy cerca estaba el carísimo Kensington, pero los compradores la miraban<br />
con ojos cautelosos, estaba sin blanca y los periodistas no la dejaban ni a sol ni a<br />
sombra.<br />
—¿Qué es esta mierda? —se quejó Sophie—. ¿Qué te ocurre? No puedes andar<br />
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