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Musica para camaleones

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III.-<br />

Jardines ocultos<br />

Hidden Gardens<br />

Escenario: Jackson Square, así llamada en honor de Andrew Jackson, un oasis de<br />

hace trescientos años satisfactoriamente situado en el centro del barrio viejo de Nueva<br />

Orleans: un parque de tamaño medio dominado por las torres grises de la catedral de<br />

Saint Louis y por la casa de pisos más antigua de Norteamérica y, en cierto modo, la de<br />

elegancia más sombría, los edificios Pontalba.<br />

Época: 26 de marzo de 1979, un exuberante día de primavera. Cuelgan buganvillas,<br />

se extienden azaleas, buhoneros anuncian mercancías (cacahuetes, rosas, paseos en un<br />

coche tirado por un caballo, gambas fritas en cucuruchos de papel), ululan sirenas de<br />

barcos en la corriente del cercano Mississippi, y alegres globos, unidos a niños<br />

sonrientes y retozones, se elevan alto en el aire plateado y azul.<br />

«Pues, lo afirmo, un muchacho debe viajar», tal como solía quejarse mi tío Bud, que<br />

era viajante de comercio cuando lograba levantarse de la mecedora de su porche y<br />

beberse los suficientes gin-fizz como <strong>para</strong> viajar. Sí, ya lo creo, claro que un muchacho<br />

debe viajar; sólo en los últimos meses, había estado en Denver, Cheyenne, Butte, Salt<br />

Lake City, Vancouver, Seattle, Portland, Los Angeles, Boston, Toronto, Washington,<br />

Miami. Pero si alguien me preguntaba, probablemente diría y realmente pensaría: «Pues<br />

no he estado en parte ninguna, me he pasado todo el invierno en Nueva York.» Sin<br />

embargo, un muchacho debe viajar. Y aquí estoy ahora, en Nueva Orleans, donde nací,<br />

en mi vieja ciudad natal. Tomando el sol en un banco de Jackson Square, que desde mis<br />

tiempos de colegial siempre ha sido mi lugar favorito <strong>para</strong> estirar las piernas y observar,<br />

escuchar, bostezar y rascarme y soñar y hablar conmigo mismo. Quizá sea usted una de<br />

esas personas que jamás hablan consigo mismos. En voz alta, quiero decir. Tal vez<br />

piense que sólo los locos hacen eso. Personalmente, lo considero una cosa saludable.<br />

Hacerse uno compañía de este modo: nadie con quien discutir, libre de largarse,<br />

descargando un montón de cosas del sistema nervioso.<br />

Por ejemplo, tomemos esos edificios Pontalba de ahí enfrente. Unas casas muy<br />

bonitas, con sus fachadas enrejadas y balcones altos y oscuros. La primera casa de pisos<br />

que se construyera en los Estados Unidos; descendientes de los primitivos inquilinos<br />

aún viven en esas habitaciones de rancio abolengo. Durante mucho tiempo he tenido<br />

inquina al Pontalba. He ahí por qué: una vez, a los diecinueve años, tuve un piso a unas<br />

cuantas manzanas de Royal Street, un piso pequeño, decrépito, lleno de cucarachas, que<br />

trepidaba con sacudidas de terremoto cada vez que un tranvía pasaba con su triquitraque<br />

por la estrecha calle. No tenía calefacción; en invierno, salir de la cama era pavoroso, y<br />

durante los pantanosos veranos era como nadar dentro de un tazón de consomé tibio. Mi<br />

constante ilusión era que un buen día abandonaría aquella ciénaga <strong>para</strong> mudarme a los<br />

confines celestiales del Pontalba. Pero, aun cuando hubiera podido permitírmelo, jamás<br />

podría haber sucedido. La forma habitual de lograr un sitio como ése, es si el inquilino<br />

muere y lo cede en testamento; y si un piso se queda vacío, es costumbre, por lo<br />

general, que la ciudad de Nueva Orleans se lo ofrezca a un distinguido ciudadano por<br />

unos honorarios enteramente simbólicos.

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