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Musica para camaleones

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VI.-<br />

Deslumbramiento<br />

Dazzle<br />

Ella me fascinaba.<br />

Fascinaba a todo el mundo, pero la mayoría de la gente se avergonzaba de ello, en<br />

especial las altivas damas que dirigían algunas de las casas más suntuosas del Garden<br />

District de Nueva Orleáns, el barrio en que vivían los propietarios de las grandes<br />

plantaciones, los armadores, los empresarios del petróleo y los más ricos hombres de<br />

carrera. Las únicas personas que no ocultaban su fascinación por la señora Ferguson<br />

eran los criados de esas familias del Garden District. Y, por supuesto, algunos niños que<br />

eran demasiado jóvenes o inocentes <strong>para</strong> esconder su interés.<br />

Yo era uno de aquellos niños, un muchacho de ocho años que vivía temporalmente<br />

con unos parientes. No obstante, resultó que me guardé la fascinación <strong>para</strong> mí mismo,<br />

porque sentía cierta culpa; yo tenía un secreto, algo que me molestaba, que realmente<br />

me preocupaba mucho y que tenía miedo de contárselo a nadie, a nadie; no me<br />

imaginaba qué reacción podría provocar, era una cosa tan extraña que me inquietaba,<br />

que me venía atormentando desde hacía casi dos años. Nunca había conocido a alguien<br />

que tuviera un problema como el que a mí me angustiaba. Por una parte, acaso pareciera<br />

idiota; por otra...<br />

Quería revelar mi secreto a la señora Ferguson. No es que quisiera, sino que creía<br />

que debía hacerlo. Porque se decía que la señora Ferguson poseía poderes mágicos. Se<br />

contaba, y mucha gente seria lo creía, que ella podía enderezar a maridos descarriados,<br />

obligar a declararse a novios indecisos, devolver el cabello perdido, recobrar fortunas<br />

derrochadas. En resumen, era una bruja que podía convertir los deseos en realidad. Yo<br />

tenía un deseo.<br />

La señora Ferguson no parecía entender de magia. Ni siquiera de trucos con la<br />

baraja. Era una mujer corriente que podría tener cuarenta años y tal vez treinta; era<br />

difícil decirlo, pues su redonda cara irlandesa, con sus esféricos ojos de luna llena, tenía<br />

pocas arrugas y menos expresividad. Era lavandera, probablemente la única lavandera<br />

blanca de Nueva Orleáns, y una artista en su profesión: las grandes damas de la ciudad<br />

mandaban a buscarla cuando sus más bellos encajes, ropa blanca y sedas requerían<br />

atención. También la enviaban a buscar por otras razones: <strong>para</strong> conseguir deseos, un<br />

nuevo amante, cierta boda <strong>para</strong> una hija, la muerte de la querida de un marido, un<br />

codicilo testamentario de una madre, una invitación <strong>para</strong> asistir a la reina de Comus, la<br />

mayor gala del Mardi Gras. No sólo se solicitaba a la señora Ferguson como lavandera.<br />

La causa de su éxito, y de sus principales ingresos, eran sus pretendidas habilidades<br />

<strong>para</strong> tamizar las arenas del ensueño hasta dejar al descubierto algo sólido, las doradas<br />

realidades.<br />

Pero, acerca de ese deseo mío, de la preocupación que me acompañaba desde que<br />

me despertaba por la mañana hasta la hora de acostarme: no se trataba de algo que<br />

simplemente pudiera preguntarle de sopetón. Exigía un momento adecuado,<br />

cuidadosamente pre<strong>para</strong>do. Rara vez iba ella a nuestra casa, pero cuando lo hacía, yo<br />

me quedaba muy cerca, simulando contemplar los delicados movimientos de sus dedos<br />

gruesos y feos mientras manipulaban las servilletas de encaje, aunque en realidad<br />

trataba de atraer su atención. Nunca hablábamos; yo era demasiado nervioso y ella

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