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IV.-<br />
Intrepidez<br />
Derringdo<br />
Época: noviembre de 1970.<br />
Lugar: Aeropuerto Internacional de Los Angeles.<br />
Estoy sentado en el interior de una cabina telefónica. Es un poco después de las<br />
once de la mañana y llevo media hora aquí sentado, simulando hacer una llamada.<br />
Desde la cabina, veo bien la puerta 38, por donde tiene prevista la salida el vuelo directo<br />
de mediodía a Nueva York. Tengo un asiento reservado en ese vuelo, un billete que he<br />
comprado bajo un nombre supuesto, pero hay muchas razones <strong>para</strong> dudar que alguna<br />
vez aborde el avión. En primer lugar, hay dos hombres altos <strong>para</strong>dos en la puerta, tipos<br />
duros con sombreros de broche en el ala, y los conozco a los dos. Son detectives de la<br />
oficina del sheriff de San Diego, y tienen orden de detención contra mí. Por eso me<br />
estoy ocultando en la cabina telefónica. El caso es que estoy en un verdadero aprieto.<br />
El origen de mi apuro tiene sus raíces en unas conversaciones que hace un año<br />
mantuve con Robert M., un joven esbelto y ágil, dé apariencia inofensiva, que entonces<br />
era un preso del Callejón de la Muerte de San Quintín, donde aguardaba su ejecución<br />
después de que lo condenaran por tres asesinatos: su madre y una hermana, ambas<br />
muertas a golpes, y un compañero de prisión, un hombre a quien había estrangulado<br />
mientras estaba en la cárcel esperando juicio por los dos homicidios primeros. Robert<br />
M. era un psicópata inteligente; llegué a conocerlo bastante bien, y él comentó<br />
libremente conmigo su vida y crímenes, en el entendimiento de que yo no escribiría ni<br />
repetiría nada de lo que él me contase. Yo estaba investigando en el tema de asesinos<br />
múltiples, y Robert M. se convirtió en otro caso histórico que pasó a mis archivos. Por<br />
lo que a mí tocaba, aquel era el final del asunto.<br />
Entonces, dos meses antes de mi encarcelamiento en una sofocante cabina<br />
telefónica del aeropuerto de Los Angeles, recibí una llamada de un detective de la<br />
oficina del sheriff de San Diego. Me llamó a la casa que yo tenía en Palm Springs. Era<br />
cortés y de voz agradable; dijo que conocía las muchas entrevistas que yo había<br />
mantenido con asesinos condenados y que le gustaría hacerme unas preguntas. Así que<br />
lo invité a venir a Palm Springs y a comer conmigo al día siguiente.<br />
El caballero no llegó solo, sino con otros tres detectives de San Diego. Y aunque<br />
Palm Springs se halla situado en pleno desierto, había en el aire un fuerte olor a<br />
pescado. Sin embargo, simulé que no había nada extraño en tener súbitamente cuatro<br />
invitados en lugar de uno. Pero no tenían interés en mi hospitalidad; en realidad,<br />
declinaron el almuerzo. Lo único que querían era hablar de Robert M. ¿Hasta qué punto<br />
lo conocía ¿Alguna vez admitió ante mí alguno de sus asesinatos ¿Tenía yo algún<br />
registro de nuestras conversaciones Dejé que hicieran sus preguntas y evité<br />
contestarlas hasta que formulé la mía propia: ¿por qué estaban tan interesados en mi<br />
relación con Robert M.<br />
La razón era ésta: debido a un tecnicismo legal, un tribunal federal había invalidado<br />
la condena de Robert M. y ordenado al estado de California que le concediera un nuevo<br />
juicio. La fecha inicial <strong>para</strong> el nuevo juicio se había fijado <strong>para</strong> finales de noviembre; es<br />
decir, aproximadamente <strong>para</strong> dentro de dos meses a partir de entonces Luego, una vez<br />
asentados tales hechos, uno de los detectives me entregó un documento pequeño, pero