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De modo que Jennings intensificó sus esfuerzos. Hizo que el sheriff se ocu<strong>para</strong> del<br />
caso; hasta pagó por colocar un anuncio en el periódico local, y eso era ir muy lejos.<br />
Pero nadie de los contornos había oído hablar jamás de Jim James.<br />
Por fin, Mary Ida, mujer inteligente, tuvo una idea. Consistía en invitar a un vecino,<br />
Elridge Smith, a cenar, lo que normalmente era una comida ligera servida a las seis. No<br />
sé por qué no se le había ocurrido antes. Míster Smith no tenía muchos atractivos, pero<br />
era un granjero de unos cuarenta años que había enviudado recientemente, con dos hijos<br />
en edad escolar.<br />
A partir de aquella primera cena, míster Smith venía casi todas las tardes a casa.<br />
Después de anochecer, todos dejábamos solos a Zilla y a míster Sraith <strong>para</strong> que se<br />
columpiaran juntos en la chirriante mecedora del porche, y se rieran y hablaran y<br />
cuchichearan. Aquello le estaba volviendo loco a Jennings, porque míster Smith no le<br />
gustaba más que Zilla; los repetidos ruegos de su mujer de «Calla, cielo. Esperemos a<br />
ver», hacían poco <strong>para</strong> calmarlo.<br />
Aguardamos un mes. Hasta que, por fin, una noche hizo Jennings un aparte con<br />
míster Smith, y le dijo:<br />
—Bueno, mira, Elridge. De hombre a hombre: ¿cuáles son tus intenciones hacia esa<br />
guapa joven<br />
La forma en que Jennings dijo eso, era más una amenaza que otra cosa.<br />
Mary Ida confeccionó el vestido de novia en su máquina de coser Singer a pedal.<br />
Era blanco, de algodón, con mangas anchas, y Zilla se puso un lazo blanco de seda en el<br />
pelo, rizado especialmente <strong>para</strong> la ocasión. Estaba sorprendentemente guapa. La<br />
ceremonia se celebró a la sombra de una morera en una fresca tarde de septiembre, bajo<br />
la dirección del reverendo míster L. B. Persons. Seguidamente, a todo el mundo se le<br />
sirvió pastelitos en forma de taza y ponche de frutas fortalecido con vino de uvas<br />
especiales. Cuando los recién casados se alejaron en el carro de míster Smith, tirado por<br />
una muía, Mary Ida se levantó el borde de la falda y se lo llevó a los ojos, pero<br />
Jennings, con la mirada tan seca como la piel de una serpiente, declaró:<br />
—Gracias, Dios mío. Y ya que nos concedes tus favores, a mis cosechas les vendría<br />
bien un poco de lluvia.