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Musica para camaleones

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—No.<br />

El se acercó a un lavabo y se salpicó la cara con agua fría. Mientras se secaba, dijo:<br />

—Voy a matar a Carlos. —Aguardó, como si esperase a que le preguntara por qué;<br />

cuando ella, simplemente, lo miró con fijeza, prosiguió—: Es inútil hablar más. No<br />

entiende nada. Mis palabras no significan nada. La única manera en que puedo<br />

comunicarme con él es matándolo. Entonces entenderá.<br />

—Yo no estoy segura de entenderlo, Jaime.<br />

—¿Nunca le he mencionado a Angelita ¿A mi prima Angelita Llegó hace seis<br />

meses. Siempre ha estado enamorada de Carlos. Desde que tenía, ¡oh!, doce años. Y<br />

ahora Carlos se ha enamorado de ella. Quiere casarse con ella y tener una familia, hijos.<br />

Se sintió tan incómoda, que lo único que se le ocurrió decir fue:<br />

—¿Es bonita<br />

—Demasiado bonita —cogió las tijeras y volvió a cortar—. No, lo digo en serio. Es<br />

una chica excelente, muy petite, como un loro bonito, y demasiado encantadora; su<br />

amabilidad resulta cruel. Aunque no comprende que lo es. Por ejemplo... —ella miró el<br />

rostro de Jaime, que se movía en el espejo por encima del lavabo; no tenía la expresión<br />

alegre que a menudo la había atraído, sino asombro y dolor fielmente reflejados—.<br />

Angelita y Carlos quieren que viva con ellos después de que se casen, todos juntos en<br />

un piso. Fue idea de ella, pero Carlos dijo: «¡Sí, sí! Debemos estar todos juntos y de<br />

ahora en adelante él y yo viviremos como hermanos.» Esa es la razón por la que tengo<br />

que matarlo. Si ignora que estoy pasando un infierno semejante es que nunca ha debido<br />

amarme. Me dice: «Sí, te quiero, Jaime; pero Angelita..., eso es diferente.» No hay<br />

diferencia. Se ama o no se ama. Se destruye o no se destruye. Pero Carlos jamás lo<br />

entenderá. Nada le alcanza, nada puede..., salvo una bala o una navaja de afeitar.<br />

Ella quería echarse a reír, pero no podía, pues era evidente que hablaba en serio;<br />

además, estaba convencida de que algunas personas sólo reconocerían la verdad<br />

forzándolas a entender: sometiéndolas a la pena capital.<br />

Con todo, se rió, pero de modo que Jaime no lo interpretara como una verdadera<br />

carcajada. Fue algo semejante a encogerse de hombros en señal de simpatía.<br />

—Jamás podría usted matar a nadie, Jaime.<br />

Empezó a peinarla; los tirones no eran suaves, pero ella sabía que la ira que<br />

entrañaban se dirigía contra él mismo, no contra ella.<br />

—¡Mierda! —y seguidamente—: No. Y ésa es la razón de la mayor parte de los<br />

suicidios. Alguien le está torturando a uno. Uno quiere matarlo, pero no puede. Todo<br />

ese dolor es porque se quiere a ese alguien y no se le puede matar porque uno lo ama.<br />

Así que, en cambio, uno se mata a sí mismo.<br />

Al marcharse, pensó besarlo en la mejilla, pero se decidió por estrecharle la mano.<br />

—Sé lo trillado que resulta esto, Jaime. Y, de momento, no le va a servir realmente<br />

de ayuda. Pero recuerde: siempre hay algún otro. Simplemente, no busque a la misma<br />

persona, eso es todo.<br />

El piso de la cita estaba en la calle Sesenta y Cinco Este. Hoy fue a pie desde su<br />

casa, un pequeño edificio particular en Beekman Place. Hacía viento, había restos de<br />

nieve en la acera y el aire amenazaba más, pero ella iba bastante cómoda con el abrigo<br />

que su marido le había regalado <strong>para</strong> Navidad: una prenda de ante oscuro con forro de<br />

marta cibelina.<br />

Un primo suyo había alquilado aquel piso con su propio nombre. Su primo, que<br />

estaba casado con una vieja gruñona y vivía en Greenwich, en ocasiones visitaba el<br />

apartamento con su secretaria, una japonesa gorda que se empapaba con tales cantidades<br />

de Mitsouko que a uno se le encogía la nariz. Esta tarde el apartamento apestaba al

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