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»Y entonces me encontré a míster Schmidt. Pensé que acaso fuera un espejismo. Un<br />
viejo de pelo blanco a eso de un cuarto de milla carretera arriba. Estaba erguido en la<br />
cuneta, con oleadas de calor agitándose a su alrededor. Al acercarme, vi que llevaba un<br />
bastón y gafas oscuras, e iba vestido como si fuese a la iglesia: traje blanco, camisa<br />
blanca, corbata negra, zapatos negros.<br />
»Sin mirarme, y aún a cierta distancia, gritó:<br />
»—Me llamo George Schmidt.<br />
»Yo le dije:<br />
»—Sí. Buenas tardes, señor.<br />
»El me preguntó:<br />
»—¿Son tardes<br />
»—Las tres pasadas.<br />
»—Entonces, debo estar aquí de pie desde hace dos horas, o más. ¿Le importaría<br />
decirme dónde estoy<br />
»—En el desierto Mojave. A unas dieciocho millas al oeste de Needles.<br />
»—Figúrese —explicó—. Dejar a un ciego de setenta años perdido y solo en el<br />
desierto. Con diez dólares en el bolsillo y ni un billete más que me pertenezca. Las<br />
mujeres son como las moscas: se instalan en azúcar o en mierda. No digo que yo sea<br />
azúcar, pero estoy seguro de que ella se ha plantado ahora en la mierda. Me llamo<br />
George Schmidt.<br />
»Yo repuse:<br />
»—Sí, señor, ya me lo ha dicho. Yo soy George Whitelaw.<br />
«Quería saber adonde iba yo y qué estaba haciendo allí, y cuando le dije que hacía<br />
auto-stop y me dirigía a Nueva York, me preguntó si quería cogerlo de la mano y<br />
ayudarle durante un trecho, quizá hasta encontrar a alguien que nos llevara. Me he<br />
olvidado de mencionar que tenía acento alemán y era extraordinariamente robusto, casi<br />
gordo; parecía como si se hubiera pasado toda la vida tumbado en una hamaca. Pero<br />
cuando le tomé la mano, sentí su dureza, su enorme fuerza. Uno no querría un par de<br />
manos como ésas en torno a su garganta. Dijo:<br />
»—Sí, tengo manos fuertes. He trabajado de masajista durante cincuenta años, los<br />
doce últimos en Palm Springs. ¿Tiene usted un poco de agua<br />
»Le di mi cantimplora, que aún estaba medio llena, y añadió:<br />
»—Me dejó aquí, sin una gota siquiera de agua. Todo el asunto me pilló de<br />
sorpresa. Aunque no puedo decir que debiera sorprenderme, conociendo bien a Ivory,<br />
como la conocía. Es mi mujer. Se llama Ivory Hunter. Era bailarina de cabaret. Actuó<br />
en la Feria Mundial de Chicago, en 1932, y podría haberse convertido en estrella de no<br />
haber sido por esa Sally Rand. Ivory inventó la cosa esa de la danza del abanico y la tal<br />
Rand se lo robó. Eso decía Ivory. Nada más que otra de sus mentiras, probablemente.<br />
¡Eh, eh! Cuidado con esa cascabel, está por ahí, en alguna parte, la oigo silbar. Hay dos<br />
cosas que me dan verdadero miedo. Las serpientes y las mujeres. Tienen mucho en<br />
común. Algo que tienen en común es: lo último que se les muere es la parte de abajo.<br />
«Pasaron un par de coches y yo extendí el pulgar mientras el viejo trataba de<br />
<strong>para</strong>rlos haciéndoles señas, pero debíamos tener un aspecto demasiado raro: un sucio<br />
muchacho con vaqueros y un viejo gordo y ciego vestido con sus mejores ropas de<br />
ciudad. Creo que aún estaríamos allí si no hubiera sido por aquel camionero. Un<br />
mejicano. Estaba aparcado junto a la carretera, arreglando una rueda. El sabía decir<br />
cuatro cosas en tejano-mejicano, todas palabrotas, pero aún recordaba yo mucho<br />
español del verano que pasé con tío Alvin en Cuba. Así que el mejicano me dijo que iba<br />
de camino a El Paso, y que si ésa era nuestra dirección, seríamos bienvenidos a bordo.