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Musica para camaleones

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V.-<br />

Hospitalidad<br />

(Hospitality)<br />

Hace mucho tiempo, en los campos del Sur, había granjas donde las mujeres ponían<br />

mesas a las que casi todos los forasteros de paso, un predicador itinerante, un afilador de<br />

cuchillos, un trabajador errante, eran bien venidos <strong>para</strong> sentarse ante un suculento<br />

almuerzo. Probablemente sigan existiendo muchas de aquellas granjeras. Desde luego,<br />

mi tía sí, la señora Jennings Cárter. Mary Ida Cárter.<br />

De niño viví largos períodos de tiempo en la granja de los Cárter, entonces pequeña,<br />

aunque ahora sea una finca enorme. En aquella época, la casa se alumbraba con<br />

lám<strong>para</strong>s de petróleo y se caldeaba por medio de chimeneas y estufas; el agua se sacaba<br />

y se traía de un pozo, y la única diversión consistía en la que nosotros nos<br />

procurábamos. Por las noches, después de cenar, no era extraño que mi tío Jennings, un<br />

hombre guapo y viril, tocara el piano acompañado por su bella esposa, hermana<br />

pequeña de mi madre.<br />

Los Cárter eran gente que trabajaban duro. Jennings, con ayuda de algunos<br />

aparceros, cultivaba la tierra con un arado tirado por un caballo. En cuanto a su mujer,<br />

sus tareas eran ilimitadas. Yo la ayudaba en muchas: echar el pienso a los cerdos,<br />

ordeñar las vacas, batir la leche <strong>para</strong> hacer mantequilla, despinochar el maíz, pelar<br />

guisantes y pacanas; era divertido, excepto por una faena que yo trataba de eludir y que<br />

cuando me obligaban a realizarla, cumplía con los ojos cerrados: simple y llanamente,<br />

odiaba retorcer el cuello a los pollos, aunque desde luego no ponía objeciones a la hora<br />

de comérmelos.<br />

Esto era durante la Depresión, pero en la mesa de Ida había mucha comida <strong>para</strong> el<br />

almuerzo, que se servía a mediodía y al que su sudoroso marido y ayudantes eran<br />

convocados por el tañido de una gran campana. Me encantaba hacer sonar la campana;<br />

me hacía sentirme poderoso y caritativo. En esas comidas de mediodía, la mesa se<br />

llenaba de galletas calientes, de pan de maíz, de miel en panales, de pollo, de barbos o<br />

ardilla frita, de judías verdes y pintas, y en ocasiones se presentaban invitados, unas<br />

veces esperados y otras no. «Bueno —decía suspirando Mary Ida al ver acercarse por el<br />

camino a un vendedor de Biblias con los pies lastimados—. No necesitamos otra Biblia.<br />

Pero creo que sería conveniente poner otro cubierto.»<br />

De todas las personas a quienes dimos de comer, hubo tres que nunca se me irán de<br />

la memoria. La primera, el misionero presbiteriano que viajaba por el campo solicitando<br />

fondos <strong>para</strong> sus tareas cristianas en tierras de infieles. Mary Ida dijo que no podía<br />

permitirse una contribución en metálico, pero que se sentiría complacida si se quedaba a<br />

comer con nosotros. Pobre hombre, sin duda tenía aspecto de necesitarlo. Vestido con<br />

un traje negro, deslustrado, cubierto de polvo y brillante, decrépitos calcetines negros de<br />

enterrador y sombrero verdinegro, estaba tan flaco como un tallo de caña de azúcar.<br />

Tenía un cuello largo, colorado y rugoso, con una nuez del tamaño de un bocio que se<br />

movía arriba y abajo. Nunca vi un individuo tan ansioso; de tres tragos engulló un<br />

cuarto de leche de manteca, devoró toda una fuente de pollo con una sola mano (mejor<br />

dicho, con ambas, pues comía a dos manos), y tantísimas galletas, untadas con<br />

mantequilla y miel, que perdí la cuenta. Sin embargo, a pesar de sus tragaderas, logró<br />

darnos una espeluznante narración de sus hazañas en territorios peligrosos.

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