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aquello, probablemente no volvería a verlo más. O, si lo veía, no me reconocería. Pero<br />
no tenía tiempo de pensar en eso. Skeeter Ferguson me estaba esperando, erguido en el<br />
interior del enramado de glicina, tamborileando en el suelo con el pie y dando chupadas<br />
a su puro de millonario. Sin embargo, vacilé.<br />
Nunca había robado nada; bueno, algunas barras de caramelos Hershey en el<br />
mostrador de la confitería del cine, y unos libros que no había devuelto a la biblioteca<br />
pública. Pero esto era más importante. Mi abuela me perdonaría si supiera por qué tenía<br />
que robar el collar. No, no me perdonaría; nadie me perdonaría si supiera exactamente<br />
por qué lo hacia. Pero no tenía elección. Era como Skeeter había dicho: si no lo hacía<br />
ahora, su madre no me daría otra oportunidad. Y aquello que me atormentaba seguiría y<br />
permanecería, quizá, <strong>para</strong> siempre jamás. Así que lo cogí. Me lo metí en el bolsillo y<br />
salí dis<strong>para</strong>do de la habitación sin cerrar siquiera la puerta. Cuando me reuní con<br />
Skeeter, no le enseñé el collar, sólo le dije que lo tenía, y sus ojos se hicieron más<br />
verdes, se volvieron más desagradables, soltó uno de sus anillos de humo como si fuera<br />
un tipo importante, y me dijo:<br />
—Claro que lo tienes. No eres más que un golfo de nacimiento. Como yo.<br />
Al principio fuimos a pie, luego cogimos un tranvía que pasaba por Canal Street, de<br />
ordinario tan animada y llena de gente, pero fantasmal ahora con las tiendas cerradas y<br />
la quietud del día de descanso cerniéndose por encima de ella como una sombra<br />
fúnebre. En la esquina de Canal y Royal transbordamos a otro tranvía y durante todo el<br />
camino fuimos atravesando el Barrio Francés, vecindario popular donde vivían muchas<br />
de las familias establecidas desde más antiguo, algunas de linaje más puro que<br />
cualquiera de los apellidos del Garden District. Finalmente, echamos de nuevo a andar;<br />
caminamos millas. Me hacían daño los rígidos zapatos de ir a la iglesia, que todavía<br />
llevaba, y ya no sabía dónde estábamos, pero sea cual fuere aquella parte, no me<br />
gustaba. Era inútil preguntar a Skeeter Ferguson, porque si lo hacía, se sonreía y<br />
silbaba, o escupía y se sonreía y silbaba. Me pregunto si silbaría al ir a la silla eléctrica.<br />
Realmente no tenía ni idea de dónde estábamos; era una zona de la ciudad que no<br />
conocía. Y, sin embargo, no tenía nada de raro, salvo que había menos caras blancas de<br />
las que uno estaba acostumbrado a ver y cuanto más caminábamos, más escasas se<br />
hacían: un circunstancial residente blanco rodeado de negros y criollos. En cualquier<br />
caso, se componía de una ordinaria serie de humildes estructuras de madera, casas de<br />
huéspedes con la pintura descascarada, viviendas de familias modestas, pobremente<br />
conservadas la mayoría, pero con algunas excepciones. La casa de la señora Ferguson,<br />
cuando al fin llegamos a ella, era una de esas excepciones.<br />
Era una construcción vieja, pero se trataba de una casa de verdad, con siete u ocho<br />
habitaciones; no parecía que la primera brisa de la bahía fuera a llevársela por el aire.<br />
Estaba pintada de un marrón feo, pero al menos la pintura no estaba desprendida ni<br />
ahuecada por el sol. Y dentro había un patio bien cuidado que albergaba un grueso árbol<br />
de sombra: un lilo de la China con varios neumáticos viejos suspendidos con cuerdas de<br />
las ramas; eran columpios <strong>para</strong> los niños. Y había otras cosas <strong>para</strong> jugar diseminadas<br />
por el patio: un triciclo, cubos y paletas <strong>para</strong> hacer tortitas de barro, prueba de la<br />
progenie sin padre de la señora Ferguson. Un cachorro mestizo, cautivo por una cadena<br />
atada a una estaca, empezó a dar saltos y a ladrar en el mismo instante en que avistó a<br />
Skeeter.<br />
Skeeter dijo:<br />
—Ya hemos llegado. No tienes más que abrir la puerta y entrar.<br />
—¿Solo<br />
—Ella te está esperando. Haz lo que te digo. Entra directamente. Y si la pillas en<br />
medio de un polvo, abre los ojos: así es como yo me convertí en un follador de primera.