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Musica para camaleones

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demasiado estúpida. Sí, estúpida. Sencillamente, era algo que yo notaba; con poderes<br />

mágicos o no, la señora Ferguson era una mujer estúpida. Pero de cuando en cuando<br />

nuestras miradas se encontraban y, a pesar de que era tonta, la intensidad, la fascinación<br />

que ella veía en mi actitud, le decía que yo aspiraba a ser cliente. Probablemente<br />

pensara que quería una bicicleta o una nueva escopeta de aire; de todos modos, no iba a<br />

molestarse por un chico como yo. ¿Qué podía darle yo Así que encogía los labios finos<br />

y volvía a otra parte sus ojos de luna llena.<br />

Por esa época, a principios de diciembre de 1932, llegó mi abuela paterna a<br />

hacernos una breve visita. Los inviernos son fríos en Nueva Orleáns: los húmedos<br />

vientos helados procedentes del río calan hasta el tuétano de los huesos. Así que mi<br />

abuela, que vivía en Florida, donde era maestra de escuela, se había traído<br />

prudentemente consigo un abrigo de pieles que le había pedido prestado a una amiga.<br />

Estaba hecho de borrego negro de Persia: una prenda de mujer rica, cosa que mi abuela<br />

no era. Enviudó joven, quedándose con tres hijos que criar, y no tuvo una vida fácil,<br />

pero nunca se quejó. Era una mujer admirable; tenía una mentalidad enérgica y,<br />

asimismo, estaba en su sano juicio. Debido a circunstancias familiares, rara vez nos<br />

veíamos, pero me escribía con frecuencia y me enviaba pequeños regalos. Ella me<br />

quería, y yo deseaba quererla a ella pero hasta que murió, y vivió más de noventa años,<br />

guardé las distancias, comportándome con indiferencia. Ella lo notaba, pero nunca<br />

averiguó lo que causaba mi aparente frialdad; ni ninguna otra persona, pues la razón era<br />

una intrincada culpa, labrada como la deslumbrante piedra amarilla suspendida de la<br />

fina cadena de oro de un collar que con frecuencia llevaba. Las perlas le habrían sentado<br />

mejor, pero ella atribuía gran valor a aquella chuchería algo teatral que, según tenía<br />

entendido, su propio abuelo ganó en una partida de cartas en Colorado.<br />

Por supuesto, el collar no era valioso. Tal como mi abuela siempre explicaba con<br />

todo detalle a cualquiera que le preguntase, la piedra, que era del tamaño de la garra de<br />

un gato, no era una «gema», no era un diamante de color canario, ni siquiera un topacio,<br />

sino un trozo de cristal de roca diestramente tallado y teñido de amarillo oscuro. La<br />

señora Ferguson, sin embargo, desconocía el verdadero valor de la baratija, y cuando<br />

una tarde, durante el transcurso de la estancia de mi abuela, la rolliza bruja juvenil vino<br />

a almidonar la ropa blanca, pareció hechizada por el brillante pedazo de vidrio que se<br />

balanceaba en la fina cadena que rodeaba el cuello de mi abuela. Fulguraron sus<br />

ignorantes ojos de luna, y eso es un hecho: en verdad destellaron. Ya no tenía yo<br />

dificultad <strong>para</strong> atraer su atención; me estudió con un interés desconocido hasta entonces.<br />

Al marcharse, la seguí al jardín, donde había un centenario emparrado de glicina, un<br />

lugar misterioso aun en invierno, cuando la fronda se había marchitado despojando el<br />

túnel de hojas de las encubridoras sombras. Avanzó sobre él y me llamó por señas.<br />

—¿Te preocupa algo —dijo con voz suave.<br />

—Sí.<br />

—¿Algo que quieras ver realizado ¿Un deseo<br />

Asentí con la cabeza; ella hizo lo mismo, pero sus ojos se movían nerviosos de un<br />

lado a otro: no quería que la vieran hablando conmigo.<br />

—Acudirá mi hijo. El te lo dirá.<br />

—¿Cuándo<br />

Pero ella dijo que me callara y salió aprisa del jardín. Observé su patoso contoneo<br />

hasta que se perdió en la oscuridad. Al pensar que había puesto todas mis esperanzas en<br />

aquella mujer estúpida, se me secó la boca. Aquella noche no pude cenar; no me dormí<br />

hasta el amanecer. Aparte de lo que me atormentaba, tenía ya todo un cúmulo de nuevas<br />

preocupaciones. Si la señora Ferguson hacía lo que yo quería que hiciese, ¿qué pasaría<br />

entonces con mi ropa, con mi nombre, adonde iría, qué sería de mí ¡Santo cielo, era

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