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Musica para camaleones

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—Por favor, por favor. Señora Ferguson, no me comprende. Estoy muy<br />

preocupado. Estoy angustiado todo el tiempo. Hay algo que no va bien. Por favor, tiene<br />

que entenderlo.<br />

Siguió columpiándose, riéndose a carcajadas, y su mecedora se balanceaba con ella.<br />

Entonces le dije:<br />

—Usted es estúpida. Tonta y estúpida.<br />

Y traté de arrebatarle el collar.<br />

La risa se interrumpió como si le hubiera caído un rayo encima; una tempestad, una<br />

furia total se apoderó de su rostro. Pero, cuando habló, su voz era suave, sibilante y<br />

serpentina:<br />

—No sabes lo que quieres, muchacho. Te enseñaré lo que quieres. Mírame,<br />

muchacho. Mira. Te mostraré lo que quieres.<br />

—Por favor. No quiero nada.<br />

—Abre los ojos, chico.<br />

En alguna parte de la casa lloraba un niño.<br />

—Mírame, muchacho. Mira.<br />

Lo que quería que yo mirase, era la piedra amarilla. La sujetaba por encima de su<br />

cabeza, y la movía suavemente. Parecía haber recogido toda la luz de la habitación,<br />

acumulando una brillantez devastadora que sumía en la oscuridad a todo lo demás. Gira,<br />

baila, deslumhra, deslumhra.<br />

—Oigo llorar a un niño.<br />

—Te oyes a ti mismo.<br />

—Mujer estúpida. Estúpida. Estúpida.<br />

—Mira aquí, muchacho.<br />

Bailadeslumbrabailabailadeslumbradeslumbradeslumbra.<br />

Aún era de día y seguía siendo domingo, y ahí estaba yo, en el Garden District,<br />

delante de mi casa. No sé cómo llegué hasta allí. Debió llevarme alguien, pero no sé<br />

quién; lo último que recordaba era el ruido que de nuevo producía la risa de la señora<br />

Ferguson.<br />

Desde luego, se armó gran revuelo por el collar perdido. No llamaron a la policía,<br />

pero toda la casa anduvo revuelta en aquellos días; no se dejó una sola pulgada por<br />

registrar. Mi abuela estaba muy contrariada. Pero, aun cuando el collar hubiera sido una<br />

joya de gran valor, cuya venta le hubiese proporcionado comodidades <strong>para</strong> el resto de su<br />

vida, yo no habría acusado a la señora Ferguson. Porque, si lo hacía, ella podría revelar<br />

lo que yo le había contado, eso que nunca he contado a nadie más. Finalmente, se<br />

resolvió que un ladrón había entrado a robar en la casa, llevándose el collar mientras mi<br />

abuela dormía. Bueno, ésa era la verdad. Todo el mundo sintió alivio cuando mi abuela<br />

concluyó su visita y volvió a Florida. Se esperaba que pronto se olvidase todo el triste<br />

asunto del collar perdido.<br />

Pero no se olvidó. Se disiparon cuarenta y cuatro años, y el asunto permanecía en la<br />

memoria. Me convertí en un hombre de mediana edad, flagelado por sutilezas y<br />

extrañas ideas. Mi abuela murió, conservando aún todo su sano juicio a pesar de la<br />

avanzada edad.<br />

Una prima me llamó <strong>para</strong> informarme de su muerte y <strong>para</strong> preguntarme cuándo<br />

llegaría al entierro; le dije que ya se lo comunicaría. Quedé inconsolable, enfermo de<br />

pena; y aquello era absurdo, estaba fuera de toda proporción. Mi abuela no era alguien a<br />

quien yo hubiese amado. ¡Cuánto la lloré, sin embargo! Pero no fui al entierro; ni<br />

siquiera envié flores. No salí de casa y me bebí una botella de vodka. Estaba muy<br />

borracho, pero recuerdo que contesté al teléfono y escuché a mi padre identificarse a sí<br />

mismo. Su voz de viejo temblaba por algo más que por el peso de los años; dio rienda

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