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Musica para camaleones

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perfume de la dama, por lo que ella dedujo que hacía poco que su primo había estado<br />

allí, divirtiéndose. Eso significaba que debía poner sábanas limpias.<br />

Después de cambiarlas se preparó. En una mesa junto a la cama, colocó una cajita<br />

envuelta en brillante papel azul oscuro que contenía un mondadientes de oro comprado<br />

en Tiffany, regalo <strong>para</strong> el doctor Bentsen, porque uno de sus desagradables hábitos<br />

consistía en escarbarse constantemente los dientes, hurgándoselos, por si fuera poco,<br />

con una interminable serie de cerillas de papel. Había pensado que el mondadientes de<br />

oro haría todo el proceso un poco menos desagradable. Puso una pila de grabaciones de<br />

Lee Wiley y Fred Astaire en el tocadiscos, se sirvió un vaso de vino blanco frío, se<br />

desnudó por completo, se lubrificó y se tumbó en la cama, tarareando, cantando junto<br />

con el divino Fred, atenta al ruido que haría en la puerta la llave de su amante.<br />

A juzgar por las apariencias, los orgasmos eran acontecimientos angustiosos en la<br />

vida de Ezra Bentsen: hacía muecas, rechinaba los dientes, se quejaba como un perro<br />

asustado. Por supuesto, ella siempre se sentía aliviada cuando oía el quejido; significaba<br />

que su sudoroso cuerpo pronto rodaría de encima de ella, porque no era alguien que se<br />

quedara musitando tiernos cumplidos: sencillamente se se<strong>para</strong>ba al instante. Y hoy,<br />

habiéndolo hecho así, alargó ansiosamente la mano hacia la caja azul, sabiendo que era<br />

un regalo <strong>para</strong> él. Después de abrirlo, gruñó.<br />

Ella le explicó:<br />

—Es un mondadientes de oro.<br />

Lanzó una risita, insólito sonido viniendo de él, pues tenía un pobre sentido del<br />

humor.<br />

—Es muy mono —dijo, empezando a escarbarse los dientes—. ¿Sabes qué pasó<br />

anoche Le di una bofetada a Thelma. Pero buena. Y también un puñetazo en el<br />

estómago.<br />

Thelma era su mujer; era psiquiatra infantil, y excelente, de acuerdo con su<br />

reputación.<br />

—Lo malo de Thelma es que no se puede hablar con ella. No entiende. A veces, ésa<br />

es la única manera en que uno puede transmitirle el mensaje. Hincharle un labio.<br />

Ella pensó en Jaime Sánchez.<br />

—¿Conoces a una tal señora Rhinelander —preguntó el doctor Bentsen.<br />

—¿Mary Rhinelander Su padre era el mejor amigo del mío. Poseían conjuntamente<br />

una cuadra de caballos de carreras. Uno de sus caballos ganó el derby de Kentucky.<br />

Pero pobre Mary. Se casó con un verdadero bastardo.<br />

—Eso me ha dicho.<br />

—¡Ah! ¿Es la señora Rhinelander una nueva paciente<br />

—Enteramente nueva. Qué curioso. Vino a verme más o menos por la misma causa<br />

que tú; su situación es casi idéntica.<br />

¿La misma causa En realidad, ella tenía una serie de problemas que contribuyeron<br />

a su seducción final en el sofá del doctor Bentsen, y el principal consistía en que no era<br />

capaz de tener relaciones sexuales con su marido desde el nacimiento de su segundo<br />

hijo. Se había casado a los veinticuatro años; su marido era quince años mayor que ella.<br />

Aunque habían tenido muchas peleas y celos mutuos, los primeros cinco años de su<br />

matrimonio permanecían en su memoria como una limpia perspectiva. Las dificultades<br />

comenzaron cuando él le pidió que tuvieran un hijo; si ella no hubiese estado tan<br />

enamorada de él, nunca habría consentido: de pequeña, tenía miedo de los niños, y la<br />

compañía de uno de ellos seguía molestándola. Pero le había dado un hijo, y la<br />

experiencia del embarazo la había traumatizado: cuando no sufría realmente, se<br />

imaginaba que sufría, y después del parto cayó en una depresión que se prolongó más<br />

de un año. Todos los días dormía catorce horas con un sueño de Seconal; en cuanto a las

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