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Musica para camaleones

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IV.-<br />

Mojave<br />

(Mojave)<br />

A las cinco de aquella tarde de invierno, ella tenía cita con el doctor Bentsen, en<br />

otro tiempo su psicoanalista y su amante en la actualidad. Cuando su relación cambió de<br />

lo analítico a lo emocional, él insistió, basándose en razones éticas, en que ella dejara de<br />

ser su paciente. No es que tuviera importancia. No había sido muy útil como analista, y<br />

como amante, bueno, lo vio una vez corriendo <strong>para</strong> coger el autobús, un intelectual de<br />

Manhattan, de doscientas veinte libras de peso, bajo, cincuentón, con el pelo rizado, de<br />

caderas anchas y miope, y ella se había reído: ¿cómo era posible que pudiese amar a un<br />

hombre tan malhumorado, tan poco favorecido como Ezra Bentsen La respuesta era<br />

que no lo amaba; de hecho, no le gustaba. Pero, al menos, no lo relacionaba con la<br />

resignación y la desesperanza. Ella temía a su marido; no tenía miedo del doctor<br />

Bentsen. Sin embargo, era a su marido a quien amaba.<br />

Poseía dinero; en cualquier caso, recibía una sustanciosa asignación de su marido,<br />

que era rico, y así podía mantener su escondite, un estudio apartamento donde se<br />

encontraba con su amante quizá una vez a la semana, a veces dos, pero no más.<br />

Asimismo, se permitía hacerle regalos que él parecía esperar en aquellas ocasiones. No<br />

es que apreciase su calidad: gemelos de Verdura, clásicas pitilleras de Paul Flato, el<br />

obligado reloj de Cartier y (más apropiado) ocasionales y precisas cantidades de dinero<br />

que le pedía «prestadas».<br />

Nunca le había hecho a ella un solo regalo. Bueno, uno: una peineta española de<br />

madreperla que él consideraba un tesoro, afirmando que era herencia de su madre. Por<br />

supuesto, no podía ponérsela, porque llevaba la cabellera, mullida y de color tabaco,<br />

como una aureola infantil en torno a su ingenuo y juvenil rostro. Gracias a la dieta, a<br />

particulares ejercicios con Joseph Pilatos y a los cuidados dermatológicos del doctor<br />

Orentreich, parecía contar poco más de veinte años; tenía treinta y seis.<br />

La peineta española. Su cabellera. Eso le recordaba a Jaime Sánchez y algo que<br />

había ocurrido ayer. Jaime Sánchez era su peluquero, y aunque apenas hacía un año que<br />

se conocían, se habían hecho, a su modo, buenos amigos. Ella confiaba un tanto en él; él<br />

confiaba en ella mucho más. Hasta hacía poco, había creído que Jaime era un joven<br />

feliz, casi demasiado dichoso. Compartía un piso con su atractivo amante, un joven<br />

dentista llamado Carlos. Jaime y Carlos habían sido compañeros de colegio en San<br />

Juan; salieron juntos de Puerto Rico, instalándose primero en Nueva Orleáns y luego en<br />

Nueva York, y fue Jaime, con su trabajo de cosmetólogo de talento, quien había pagado<br />

a Carlos los estudios de odontología. Ahora, Carlos tenía su propio consultorio y una<br />

clientela de prósperos negros y puertorriqueños.<br />

Sin embargo, durante sus últimas visitas, había notado que los ojos de Jaime<br />

Sánchez, por lo común despejados, estaban sombríos, amarillentos, como si tuviera<br />

resaca, y sus manos, diestramente articuladas y de ordinario tan calmas y capaces,<br />

temblaban un poco.<br />

Ayer, mientras le pasaba las tijeras por el pelo, se interrumpió y se quedó jadeando,<br />

resollando, no como si le faltara aire, sino como si luchara por reprimir un grito.<br />

Ella le preguntó:<br />

—¿Qué le pasa ¿Está usted bien

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