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Pero no lo llamó, y no volvió a verlo salvo una vez, después, cuando se sentó en una<br />
banqueta vecina a la suya en La Grenouille; comía con Mary Rhinelander, y le divirtió<br />
ver que la señora Rhinelander firmaba la cuenta.<br />
La amenazada nieve ya caía cuando volvió, a pie otra vez, a la casa de Beekman<br />
Place. La puerta de entrada estaba pintada de amarillo pálido y tenía un llamador de<br />
bronce en forma de garra de león. Anna, una de las cuatro irlandesas que administraban<br />
la casa, abrió la puerta y le notificó que los niños, agotados por una tarde de patinaje<br />
sobre hielo en el Rockefeller Center, ya habían cenado y los habían acostado.<br />
Gracias a Dios. Ya no tendría que pasar por media hora de juegos y de contar<br />
cuentos y de dar besos de buenas noches con que habitualmente se concluía la jornada<br />
de sus hijos; quizá no fuese una madre cariñosa, pero sí meticulosa, igual que lo había<br />
sido su propia madre. Eran las siete, y su marido había telefoneado diciendo que estaría<br />
en casa a las siete y media; a las ocho tenían que ir a cenar con los Sylvester Hale, unos<br />
amigos de San Francisco. Se bañó, se perfumó <strong>para</strong> borrar recuerdos del doctor Bentsen,<br />
volvió a ponerse maquillaje, del que llevaba muy escasa cantidad, y se vistió con un<br />
caftán de seda gris y sandalias de seda del mismo color con hebillas de perlas.<br />
Cuando oyó los pasos de su marido por las escaleras se colocó junto a la chimenea<br />
de la biblioteca, en el segundo piso. Adoptó una postura llena de gracia, seductora,<br />
como la habitación misma, una insólita estancia octogonal con paredes barnizadas de<br />
color canela, el suelo esmaltado de amarillo, estanterías de cobre (idea tomada de Billy<br />
Baldwin), dos enormes matas de orquídeas pardas situadas en jarrones chinos de color<br />
ambarino, un caballo de Marino Marini erguido en un rincón, unos Mares del Sur de<br />
Gauguin sobre la repisa de la chimenea y un fuego frágil palpitando en el hogar. Las<br />
ventanas del balcón ofrecían el panorama de un jardín en sombras, nieve llevada por el<br />
viento, y remolcadores iluminados flotando como faroles en el río Este. Frente a la<br />
chimenea, había un voluptuoso sofá tapizado en terciopelo de angora, y delante de él,<br />
sobre una mesa encerada con el amarillo del suelo, reposaba un cubo de plata lleno de<br />
hielo; y embutida en el cubo, una botella rebosante de rojo vodka ruso aderezado con<br />
pimienta.<br />
Su marido titubeó en el umbral, y asintió hacia ella en forma aprobatoria: era uno de<br />
esos hombres que verdaderamente apreciaban el aspecto de una mujer, que con una<br />
mirada captaban el ambiente en su integridad. Valía la pena vestirse <strong>para</strong> él, y ésa era<br />
una de las razones menores por las que lo amaba. Otra, más importante, era que se<br />
parecía a su padre, la persona que había sido, y por siempre sería, el hombre de su vida;<br />
su padre se había pegado un tiro, aunque jamás supo nadie por qué, pues era un<br />
caballero de discreción poco menos que anormal. Antes de que eso pasara, ella había<br />
roto tres compromisos, pero dos meses después de la muerte de su padre conoció a<br />
George, y se casó con él porque en presencia y modales se aproximaba a su gran amor<br />
perdido.<br />
Avanzó <strong>para</strong> encontrarse con su marido en medio de la habitación. Lo besó en la<br />
mejilla, y la carne que tocaron sus labios parecía tan fría como los copos de nieve en la<br />
ventana. Era un hombre alto, irlandés, de pelo negro y ojos verdes, y guapo aun cuando<br />
últimamente hubiese ganado bastante peso y también un poco de papada. Desprendía<br />
una vitalidad superficial; hombres y mujeres por igual se sentían atraídos hacia él sólo<br />
por eso. Si se le observaba de cerca, sin embargo, notaba uno cierta fatiga secreta, una<br />
falta de auténtico optimismo. Su mujer se daba exacta cuenta de ello, y ¿por qué no<br />
Ella era la causa principal.<br />
Ella le dijo:<br />
—Hace una noche tan horrible, y pareces tan cansado... Quedémonos en casa y<br />
cenemos junto al fuego.