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Musica para camaleones

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de un aspecto extraordinariamente legal. Era una citación ordenando que compareciera<br />

en el juicio de Robert M., como testigo de la acusación, por lo visto. De acuerdo, me<br />

engañaron, y yo estaba más furioso que el demonio, pero sonreí y asentí, y ellos<br />

sonrieron y comentaron lo buen chico que era yo y lo agradecidos que estaban de que<br />

mi testimonio contribuyera a enviar a Robert M. directamente a la cámara de gas. ¡Ese<br />

loco homicida! Se rieron y se despidieron: «Hasta el juicio.»<br />

Yo no tenía el propósito de respetar la citación, aunque era consciente de las<br />

consecuencias de no hacerlo: me detendrían por desacato al tribunal, me multarían y me<br />

meterían en la cárcel. Yo no tenía una opinión muy alta de Robert M., ni deseo alguno<br />

de protegerlo; sabía que era culpable de los tres asesinatos de que lo acusaban, y que era<br />

un psicótico peligroso al que nunca debería concedérsele la libertad. Pero también sabía<br />

que el estado tenía pruebas irrefutables, y más que suficientes, <strong>para</strong> condenarlo de<br />

nuevo sin mi testimonio. Pero el problema fundamental era que Robert M. había<br />

confiado, bajo mi juramento, en que yo no emplearía ni repetiría lo que él me había<br />

contado. Traicionarlo bajo tales circunstancias hubiera sido moral mente despreciable y<br />

hubiese demostrado a Robert M. y a los muchos hombres como él a quienes yo había<br />

entrevistado, que yo era un informador de la policía, un soplón, llana y sencillamente.<br />

Consulté a varios abogados. Todos me dieron el mismo consejo: cumplir la citación<br />

o esperar lo peor. Todo el mundo miraba con simpatía mi apurada situación, pero nadie<br />

le veía salida: a menos que me fuese de California. Desacato al tribunal no era un delito<br />

extraditable, y una vez que estuviera fuera del estado, las autoridades no podrían hacer<br />

nada <strong>para</strong> castigarme. Sí, había una cosa: jamás podría volver a California. Eso no me<br />

pareció una pena severa; sin embargo, a causa de algunos asuntos de bienes raíces y<br />

compromisos profesionales, me resultaba difícil marchar en tan corto plazo.<br />

Perdí la noción del tiempo, y aún estaba en Palm Springs el día en que empezó el<br />

juicio. Aquella mañana, mi ama de llaves, una amiga leal llamada Myrtle Bennet,<br />

irrumpió en casa, aullando: «¡De prisa! Lo han dicho en la radio. Tienen orden de<br />

detenerlo. Estarán aquí en cualquier momento.»<br />

Efectivamente, faltaban veinte minutos <strong>para</strong> que la policía de Palm Springs llegara<br />

con toda su autoridad y las esposas pre<strong>para</strong>das (un cuadro de excesiva fuerza, pero<br />

créame, el cumplimiento de la ley en California no es una práctica con la que pueda<br />

jugarse a la ligera). Sin embargo, aunque desmantelaron el jardín y registraron la casa<br />

de punta a cabo, lo único que encontraron fue mi coche en el garaje y a la leal señora<br />

Bennett en el cuarto de estar. Ella les dijo que me había marchado a Nueva York el día<br />

anterior. Ellos no la creyeron, pero la señora Bennett era un personaje formidable en<br />

Palm Springs, una negra que durante cuarenta años había ido miembro distinguido de la<br />

comunidad e influyente en política, de modo que no le hicieron más preguntas.<br />

Simplemente, dieron la alerta en todas partes con vistas a mi detención.<br />

¿Y dónde estaba yo Yo iba paseándome por la autopista en el viejo Chevrolet azul<br />

pálido de la señora Bennett, coche que no podía hacer cincuenta millas a la hora ni el<br />

día en que lo compraron. Pero pensamos que yo estaría más seguro en su coche que en<br />

el mío. No es que estuviera a salvo en parte alguna; me encontraba tan aprensivo como<br />

un barbo con el anzuelo en la boca. Cuando llegué al desierto de Palm, que está a unos<br />

treinta minutos de Palm Springs, salí de la autopista y entré en una carreterita inclinada<br />

y con curvas que se apartaba del desierto y ascendía a las montañas de San Jacinto. En<br />

el desierto hacía calor, más de cien grados, pero a medida que me elevaba por las<br />

montañas desoladas, el aire se iba haciendo fresco, luego frío y después helado. Cosa<br />

que hubiera resultado perfecta, de no ser porque la calefacción del Chevy no<br />

funcionaba, y las únicas ropas que tenía eran las que llevaba cuando la señora Bennett<br />

irrumpió en casa con sus avisos llenos de pánico: sandalias, pantalones blancos de lino,

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