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Musica para camaleones

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y una ligera camisa de polo. Me marché con eso y con la billetera, que contenía tarjetas<br />

de crédito y unos trescientos dólares.<br />

No obstante, tenía un destino pensado, y un plan. En lo alto de las montañas de San<br />

Jacinto, a medio camino entre Palm Springs y San Diego, hay un sombrío pueblecito<br />

llamado Idylwyld. En el verano, la gente del desierto va <strong>para</strong> allá huyendo del calor; en<br />

el invierno es una estación de esquí, a pesar de la escasa calidad de la nieve y de las<br />

pistas. Pero ahora, fuera de temporada, la triste serie de hoteles mediocres y chalés<br />

simulados sería un buen lugar <strong>para</strong> esconderse temporalmente, al menos hasta que<br />

pudiera recuperar el aliento.<br />

Nevaba cuando el viejo coche subió gruñendo la última colina y entró en Idylwyld:<br />

una de esas nieves tempranas que llenan el aire, pero se disuelven al caer. El pueblo<br />

estaba desierto, y cerrados la mayoría de los hoteles. En el que finalmente me alojé, se<br />

llamaba Eskimo Cabins. Y bien sabe Dios que las instalaciones eran tan frías como las<br />

de un igloo. Sólo tenía una ventaja: el dueño, y aparentemente el único ser humano que<br />

había en el edificio, era un octogenario medio sordo, mucho más interesado en terminar<br />

el solitario a que jugaba que en mí mismo.<br />

Llamé a la señora Bennett, que estaba muy inquieta: «¡Válgame Dios, lo están<br />

buscando por todas partes! ¡Lo están diciendo en la televisión!» Resolví que sería mejor<br />

no comunicarle dónde me encontraba, pero le aseguré que estaba muy bien y que la<br />

volvería a llamar al día siguiente. Luego, telefoneé a un buen amigo de Los Angeles;<br />

también estaba inquieto: «¡Tu fotografía viene en el Examiner!» Tras tranquilizarlo, le<br />

di instrucciones concretas: comprar un billete a nombre de «George Thomas» <strong>para</strong> un<br />

vuelo directo a Nueva York y esperarme en su casa a las diez de la mañana siguiente.<br />

Tenía demasiado frío y hambre <strong>para</strong> poder dormir; me marché al rayar el día y<br />

llegué a Los Angeles sobre las nueve. Mi amigo me estaba esperando. Dejamos el<br />

Chevrolet en su casa, y tras devorar algunos bocadillos y tanto brandy como pude<br />

ingerir sin riesgo, nos dirigimos en su coche al aeropuerto, donde nos despedimos y me<br />

entregó el billete <strong>para</strong> el vuelo de mediodía que me había comprado en la TWA.<br />

Así que por eso estoy agazapado en esta desam<strong>para</strong>da cabina telefónica, ahí<br />

sentado, considerando el aprieto en que me veo metido. Un reloj, encima de la puerta de<br />

salida, anuncia la hora: 11,35. La zona de pasajeros está concurrida; pronto estará el<br />

avión pre<strong>para</strong>do <strong>para</strong> el embarque. Y allí, <strong>para</strong>dos a cada lado de la puerta por la que<br />

tengo que pasar, están dos de los caballeros que me visitaron en Palm Springs, dos<br />

detectives de San Diego, altos y vigilantes.<br />

Pensé en llamar a mi amigo, pedirle que volviera al aeropuerto y me recogiera en<br />

alguna parte del aparcamiento. Pero ya había hecho bastante, y si nos atrapaban, podrían<br />

acusarlo de proteger a un fugitivo. Eso también valía <strong>para</strong> los muchos amigos que se<br />

prestaran a ayudarme. Tal vez fuese más prudente entregarme a los guardianes de la<br />

puerta. ¿Qué otra manera había Sólo un milagro, por decir una frase hecha, podría<br />

salvarme. Y nosotros no creemos en milagros, ¿verdad<br />

Súbitamente, ocurre un milagro.<br />

Allí, paseándose delante de mi diminuta prisión con puertas de cristal, aparece una<br />

bella y altiva amazona negra, llevando diamantes y martas cibelinas de un astronómico<br />

valor en dólares, una estrella rodeada por un frívolo y parloteante séquito de chicos de<br />

coro vestidos con ostentación. ¿Y quién es esa deslumbrante aparición cuyo plumaje y<br />

presencia crean semejante confusión entre los transeúntes ¡Una antigua, antigua amiga!<br />

TC {abriendo la puerta de la cabina; gritando): ¡Pearl! ¡Pearl Bailey! {¡Un<br />

milagro! Me oye. Todos me oyen, todo su séquito.) ¡Pearl! Ven acá, por favor..

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