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Musica para camaleones

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George volvió a servirse vodka; ella colocó un tronco pequeño en el fuego, y el<br />

nuevo embate de las llamas sólo fue un poco más brillante que el furioso calor que<br />

súbitamente afluyó a sus mejillas.<br />

—Las mujeres hacen eso —dijo ella con tono agresivo, desafiante—. Sólo una<br />

loca... ¿Crees que yo podría hacer algo semejante<br />

La expresión en los ojos de él, cierto silencio visual, la sobresaltó, haciéndole<br />

apartar la vista y retirar la pregunta.<br />

—Bueno, ¿qué le pasó<br />

—¿A míster Schmidt<br />

—A míster Schmidt.<br />

El se encogió de hombros.<br />

—La última vez que lo vi, estaba bebiéndose un vaso de leche en una casa de<br />

comidas, una <strong>para</strong>da de camiones en las afueras de El Paso. Yo tuve suerte; conseguí<br />

que un camionero me llevara directamente a Newark. En cierto modo, me olvidé de él.<br />

Pero durante los últimos meses, me ha dado por pensar en Ivory Hunter y George<br />

Schmidt. Debe ser la edad; empiezo a sentirme viejo.<br />

Ella volvió a arrodillarse junto a él; le cogió la mano, entrelazando los dedos en los<br />

suyos.<br />

—¿Con cincuenta y dos años ¿Y te sientes viejo<br />

El se apartó; al hablar, lo hizo con el sorprendido murmullo de un hombre que se<br />

dirige a sí mismo:<br />

—Siempre he tenido una confianza tan grande. Sólo al ir por la calle sentía tal<br />

ritmo. Notaba las miradas de la gente —en la calle, en un restaurante, en una fiesta—,<br />

envidiándome, haciendo comentarios sobre mi personalidad. Siempre que acudía a una<br />

fiesta, sabía que la mitad de las mujeres serían mías con sólo desearlo. Pero eso se<br />

acabó. Es como si el viejo George Whitelaw se hubiera convertido en el hombre<br />

invisible. Ni una sola cabeza se vuelve a mi paso. La semana pasada llamé dos veces a<br />

Mimi Stewart, y no me devolvió las llamadas. No te lo he dicho, pero ayer pasé por casa<br />

de Buddy Wilson, daba un pequeño cóctel. Debía haber unas veinte chicas bastante<br />

atractivas, y todas se limitaron únicamente a echarme un vistazo; <strong>para</strong> ellas, yo era un<br />

tipo viejo y cansado que sonreía demasiado.<br />

Ella le dijo:<br />

—Pero yo pensaba que seguías viendo a Christine.<br />

—Te contaré un secreto. Christine se ha comprometido con Rutherford, ese chico<br />

de Filadelfia. No la he visto desde noviembre. Para ella está muy bien; es feliz, y me<br />

alegro de que lo sea.<br />

—¿Christine ¿Con cuál de los Rutheford ¿Kenyon o Paul<br />

—Con el mayor.<br />

—Ese es Kenyon. ¿Lo sabías y no me lo has dicho<br />

—Hay muchas cosas que no te he dicho, cariño.<br />

Sin embargo, eso no era enteramente cierto. Porque cuando dejaron de dormir<br />

juntos, empezaron a comentar cada una de sus aventuras, colaborando realmente en<br />

ellas. Alice Kent: cinco meses; se acabo porque ella le exigió divorciarse y casarse con<br />

ella. Sister Jones: se terminó al cabo del año cuando su marido lo averiguo. Pat<br />

Simpson: una modelo de Vogue que se marchó a Hollywood; prometió volver y jamás<br />

lo hizo. Adele O’Hara: hermosa, alcohólica, turbulenta provocadora de escenas; aquello<br />

lo rompió él mismo. Mary Campbell, Mary Chester, Jane Vere-Jones. Otras. Y, ahora,<br />

Christine.

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