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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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Capítulo V<br />

Yo había decidido que lo mejor era que tomáramos la ciudad de Fondi, cercana a la frontera, como<br />

nuestro cuartel general, para empezar; y había dispuesto, con ayuda de la embajada, que el ataúd de<br />

plomo nos siguiera hasta allí, bien asegurado en una caja de embalaje. Además de nuestros pasaportes,<br />

estábamos provistos de cartas de presentación a las autoridades locales de la mayor parte de las<br />

ciudades fronterizas importantes, y por último, teníamos a nuestra disposición dinero suficiente (gracias<br />

a la enorme fortuna de Monkton) para asegurarnos los servicios de cualquiera cuya ayuda<br />

necesitáramos, a lo largo de nuestro trayecto. Estos recursos nos aseguraban facilidad de acción;<br />

siempre teniendo en cuenta que lográramos descubrir el cuerpo <strong>del</strong> duelista muerto. Pero si se<br />

presentaba el hecho muy probable de que no lo lográramos, nuestras perspectivas —sobre todo en<br />

cuanto a la responsabilidad que yo había tomado— eran cualquier cosa menos agradables. Confieso que<br />

me sentía inquieto, casi sin esperanzas, mientras viajábamos por el camino hacia Fondi.<br />

Lo recorrimos en dos días de viaje sin prisas; porque yo había insistido, pensando en Monkton, en<br />

que viajáramos lentamente.<br />

El primer día la agitación excesiva de mi compañero me alarmó un poco; mostraba, en diversos<br />

aspectos, más síntomas de un cerebro trastornado que los que yo había observado hasta entonces. El<br />

segundo día, sin embargo, pareció acostumbrarse a contemplar con calma la nueva idea de la búsqueda<br />

a la que nos habíamos entregado, y, salvo en un punto, estaba bastante animado y tranquilo. Cada vez<br />

que su tío muerto pasaba a ser tema de conversación, seguía insistiendo —apoyado en la antigua<br />

profecía, y bajo la influencia de la aparición que veía, o creía ver siempre— en afirmar que el cadáver<br />

de Stephen Monkton, estuviera donde estuviese, yacía aún sin enterrar. En cualquier otro asunto acataba<br />

mis puntos de vista con la mayor prontitud y docilidad; en ése, en cambio, mantenía su extraña opinión<br />

con una terquedad que desafiaba todo razonamiento o persuasión.<br />

El tercer día descansamos en Fondi. La caja con el ataúd llegó, y fue depositada en lugar seguro,<br />

bajo llave y candado. Alquilamos unas mulas, y contratamos un hombre que conocía a fondo la región,<br />

para que nos guiara. Se me ocurrió que era mejor comunicar el objeto verdadero de nuestro viaje sólo a<br />

las personas más fiables que pudiésemos encontrar entre las clases mejor educadas. Por ese motivo<br />

seguimos el ejemplo de los duelistas, partiendo en la mañana <strong>del</strong> cuarto día con cuadernos de dibujo y<br />

cajas de colores, como si sólo fuésemos artistas en busca de paisajes pintorescos.<br />

Después de viajar unas horas en dirección norte, dentro de la frontera romana, nos detuvimos para<br />

descansar, nosotros y nuestras mulas, en una aldea aislada, apartada de los caminos turísticos.<br />

La única persona de cierta importancia en el lugar era el sacerdote, y a él dirigí mis primeras<br />

averiguaciones, dejando que Monkton esperara mi regreso junto al guía. Yo hablaba el italiano con la<br />

fluidez y la corrección necesarios para mi propósito, y traté de presentar el asunto con cortesía y<br />

cautela; pero a pesar de todos mis esfuerzos, sólo conseguí asustar y confundir al pobre sacerdote con<br />

cada nueva palabra que le decía. La idea de un grupo de duelistas y de un cadáver parecían aterrorizarlo.<br />

Inclinó la cabeza, inquieto, alzó los ojos al cielo, y encogiéndose de hombros con un movimiento<br />

lastimero, me dijo que no tenía la menor idea acerca de lo que yo le decía. Fue mi primer fracaso.<br />

Confieso que tuve la debilidad de sentirme un poco descorazonado cuando me reuní con Monkton y el<br />

guía.

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