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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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especie de ilusiones, cuya presencia habría sobrecogido al ánimo más templado de la tierra.<br />

—¡Algún día si usted gusta le haré mis confesiones y usted se horrorizará! ¡Qué terrible, oh, qué<br />

terrible y espantoso ha sido todo!<br />

Mira con inquietud repentina a todos lados, como temiendo que esté por presentarse aquello de lo<br />

que tan desesperadamente habla.<br />

—Cuando subíamos de las catacumbas, sobre el último peldaño de la escalera, usted me ofreció su<br />

mano. Era ya dentro de la iglesia… El carmelita aguardaba… Mademoiselle Fournier se había quedado<br />

un poco atrás… Yo dije: «Lléveme con usted para siempre, se lo ruego». Era mi salvación, la única<br />

oportunidad de ser realmente libre. Pero el miedo ahogó mi voz y usted no me oyó, Mr. X. Ni al día<br />

siguiente, ni después, volví a atreverme; no, no me atreví. ¡Y el drama no tuvo remedio!<br />

Sus cabellos fríos rozándome el rostro y el temblor convulso de sus brazos alrededor de mi cuello<br />

son las dos únicas cosas que percibo con mediana realidad. El resto: aquella voz melodiosa y titubeante;<br />

el fuego que vomita la chimenea; los muros altos y ennegrecidos; los muebles en las sombras; las<br />

lágrimas ya frías sobre mi carne… son testigos confusos y horripilantes <strong>del</strong> dolor de una mujer infame<br />

que sufre sobrehumanamente, con dolores nada parecidos a los de los hombres.<br />

—¡El drama no tuvo remedio! ¡El drama no tuvo remedio! —insiste ciñéndose a mí.<br />

Y otra voz en las alturas, por encima de la gran araña en penumbra, repite melancólicamente: «¡El<br />

drama no tuvo remedio!»<br />

Criatura inconsolable, infinitamente desdichada, víctima tal vez de algún tormento monstruoso y<br />

secreto, Margaret Rose vacía su alma en mi alma; y yo, progresivamente, sin esperanza,<br />

inevitablemente, como un moribundo en su sopor, voy abandonándome al éxtasis, a cierta especie de<br />

ebriedad espiritual —no sé si inconsciente o tácita— y a un desmoronamiento físico, típicamente<br />

agónico. No obstante, mediante un segundo de lucidez intensísima capaz de iluminar el cerebro de todos<br />

los hombres, logra sustraerme al hechizo de aquella voz de ultratumba y me desprendo de la mujer con<br />

violencia. La arrojo contra el asiento. Cae ella <strong>del</strong> primer golpe, su débil cuerpo enrollado como un<br />

trozo de serpentina. Negros, fenomenales los ojos, fijos en mí sin expresión alguna.<br />

Puedo gritar:<br />

—¡Estás muerta! ¡Estás muerta! ¡No oses moverte más porque estás muerta!<br />

Y ella calla, infinitamente triste, mirándome bien a los ojos, con una mirada tan semejante a la de un<br />

perro, que me estremezco.<br />

—¡Estás muerta! ¡Estás muerta! —continúo gritando—. ¡Aparta, porque estás muerta!<br />

De pie, bajo el invisible techo, pregoné mil veces creo durante la noche entera la verdad pavorosa y<br />

escalofriante. Y creo también que, durante todo ese tiempo, sus ojos no pestañearon o se movieron,<br />

fijos, fijos en mí, fenomenales y negros.<br />

—¡Estás muerta! ¡Estás muerta!<br />

Debió ser un rapto de locura mutua, no sé.<br />

A poco, Margaret Rose tendía graciosamente su mano blanca y larga hacia un alfil <strong>del</strong> tablero y,<br />

haciéndole deslizar por entre las demás piezas, balbucía tiernamente, con su voz cálida y tranquila:<br />

—Jaque mate.<br />

De nuevo me derrotaba, y de nuevo iniciábamos otra partida.<br />

—Jaque mate —otra vez.

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