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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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dímelo, Parkins; no me voy a ofender por eso. La verdad, como siempre nos dices, no ofende.<br />

Efectivamente, Parkins era escrupulosamente cortés, y sincero a ultranza. No es de extrañar que a<br />

veces el señor Rogers, conociéndole como le conocía, se aprovechara de estas dos virtudes. En el pecho<br />

de Parkins se entabló una lucha que, durante un momento o dos, le impidió contestar. Transcurrido este<br />

intervalo, dijo:<br />

—Bueno, si quieres que te diga la verdad, Rogers, estaba pensando si la habitación será lo bastante<br />

amplia para estar cómodamente los dos, y también (pero te advierto que no te habría dicho esto de no<br />

haberme presionado tú) si tu presencia no representara un obstáculo para mi trabajo.<br />

Rogers soltó una sonora carcajada.<br />

—¡Muy bien, Parkins! —dijo—. Eso está bien. Prometo no interferir en tu trabajo, no te preocupes<br />

por eso. Si no quieres que vaya, no voy; pero creo que sería conveniente que fuera para mantener<br />

alejados a los fantasmas —aquí habría podido verse el guiño y el codazo que le dio a su vecino de mesa,<br />

a la vez que Parkins se ponía colorado—. Perdóname, Parkins —prosiguió Rogers—, no he debido<br />

decir eso. No me acordaba de que te disgusta hablar de estas cuestiones a la ligera.<br />

—Bueno —dijo Parkins—, puesto que has sacado tú eso a relucir, te diré con franqueza que no me<br />

gusta hablar de lo que tú llamas fantasmas. Considero que un hombre de mi posición —prosiguió,<br />

elevando un poco la voz— no puede dar la impresión de que cree en todo eso. De sobra sabes, Rogers, o<br />

deberías saber, porque nunca he ocultado mi manera de pensar…<br />

—No, desde luego —comentó Rogers sotto voce, que la más leve sospecha, la más ligera sombra de<br />

concesión a la creencia de que tales cosas puedan existir equivaldría a renunciar a todo lo que considero<br />

más sagrado. Pero me parece que no he logrado atraer tu atención.<br />

—Tu indivisa atención, como dijo el doctor Blimber —interrumpió Rogers, que parecía hacer<br />

verdaderos esfuerzos por expresarse con corrección—. Pero te ruego que me perdones, Parkins; te he<br />

interrumpido.<br />

—No, de ningún modo —dijo Parkins—. No sé quién es ese Blimber, puede que no sea de mi<br />

época. Pero no tengo nada más que añadir. Estoy seguro de que comprendes lo que quiero decir.<br />

—Sí, sí —se apresuró a decir Rogers—, desde luego. Seguiremos hablando de esto en Burnstow o<br />

donde sea.<br />

Si reproduzco el diálogo que antecede es con la intención de mostrar la impresión que me dio a mí<br />

de que Parkins tenía el carácter de una vieja: era quisquilloso en sus cosas y carecía por completo de<br />

sentido <strong>del</strong> humor; pero era valiente y sincero en sus convicciones, y digno <strong>del</strong> mayor respeto. Tanto si<br />

el lector ha sacado esta misma conclusión como si no, el carácter de Parkins era ése. Al día siguiente,<br />

Parkins, como era su deseo, había dejado lejos el College y llegaba a Burnstow. Le dieron la bienvenida<br />

en el Hotel el Globo, se instaló en la habitación doble, de la que ya hemos hablado, y aún tuvo tiempo,<br />

antes de acostarse, de arreglar su material de trabajo en perfecto orden sobre la amplia mesa que había<br />

en la parte de la habitación que formaba mirador, flanqueada en sus tres lados por tres ventanas que<br />

daban al mar; es decir, la ventana <strong>del</strong> centro estaba orientada directamente al mar, y las de la derecha e<br />

izquierda dominaban la costa en dirección Norte y Sur respectivamente. Hacia el Sur se veía el pueblo<br />

de Burnstow. Hacia el Norte no se veían casas, sino la playa únicamente, y los bajos acantilados que la<br />

cercaban. Justo enfrente había un espacio, no muy grande, cubierto de hierba, donde había anclas viejas,<br />

cabestrantes y demás; más allá estaba el ancho camino, y después, la orilla <strong>del</strong> mar. Fuera cual fuese la

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