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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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fue volviendo muy comunicativo a medida que avanzaba la mañana, y su voz resonaba por el campo,<br />

como hubiera dicho también uno de nuestros poetas de segunda fila, «como la campana mayor de la<br />

torre de un monasterio».<br />

—Qué ventarrón tuvimos anoche —dijo—. En mi tierra dirían que alguien estuvo silbando para<br />

llamarlo.<br />

—¿De verdad? —exclamó Parkins—. ¿Existen aún supersticiones de ese tipo en su tierra?<br />

—Nada de supersticiones —dijo el coronel—. Esa creencia la tienen en Dinamarca y en Noruega, y<br />

también en la costa de Yorkshire, y yo considero que, por lo general, hay siempre un fondo de verdad en<br />

lo que son y han sido durante generaciones las creencias de un pueblo. Le toca a usted —algo así fue lo<br />

que añadió.<br />

El lector aficionado al golf puede imaginar las digresiones que considere más apropiadas, e<br />

intercalarlas en los momentos más adecuados. Cuando reanudaron la conversación, Parkins dijo con<br />

cierta vacilación:<br />

—A propósito de lo que me decía usted hace un momento, coronel, debo manifestarle que mis<br />

convicciones al respecto son bastante firmes. De hecho, soy un escéptico convencido en lo que se<br />

refiere a eso que llaman lo «sobrenatural».<br />

—¡Cómo! —exclamó el coronel—, ¿pretende decir que no cree en los presagios, las apariciones y<br />

cosas de esta naturaleza?<br />

—En nada de todo eso —replicó Parkins con firmeza.<br />

—Bueno —dijo el coronel—; pero entonces me parece a mí que, en ese sentido, es usted algo así<br />

como un saduceo.<br />

Parkins estuvo a punto de contestarle que, en su opinión, los saduceos fueron las personas más<br />

razonables <strong>del</strong> Antiguo Testamento, pero como no sabía si se les citaba mucho o nada en dicha obra,<br />

prefirió reírse ante esta acusación.<br />

—Puede que lo sea —dijo—, pero… ¡A ver, muchacho, dame mi palo!… Perdone un momento,<br />

coronel —hubo una corta pausa—. Mire, sobre eso de llamar al viento silbando, permítame que le diga<br />

mi teoría. Las leyes que rigen los vientos no son perfectamente conocidas en realidad…, y menos por<br />

los pescadores y demás. Vamos a suponer que, en determinadas circunstancias, se ve repetidamente a un<br />

hombre o a una mujer de costumbres extravagantes, o a un extranjero, junto a la orilla, a una hora<br />

desusada, y se le oye silbar. Poco después se levanta un fortísimo viento; cualquier entendido que sepa<br />

observar el cielo o que tenga un barómetro, habría podido predecirlo. Pero las gentes sencillas de un<br />

pueblecito pesquero no poseen barómetros y sólo saben cuatro cosas sobre el tiempo. ¿Qué más natural<br />

que considerar al personaje extravagante que yo he supuesto como causante <strong>del</strong> viento, o que él o ella se<br />

aferre ávidamente a la fama de poder hacer tal cosa? Bueno, y ahora tomemos el caso <strong>del</strong> viento de<br />

anoche: resulta que yo mismo estuve silbando. Toqué un silbato por dos veces, y el viento pareció<br />

levantarse exactamente como si respondiera a mi llamada. Si alguien me hubiese visto…<br />

Su interlocutor empezaba a impacientarse con este discurso, pues me temo que Parkins había<br />

adoptado un tono de conferenciante; pero al oír la frase final, el coronel se detuvo.<br />

—¿Silbando dice que estuvo? —exclamó—. ¿Y qué clase de silbato gasta usted?<br />

Tire primero.<br />

Hubo una pausa.

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