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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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—¿Tan grande es?<br />

Défago asintió. La expresión de su rostro era sombría. También él se sentía intranquilo. El joven<br />

comprendió que en un territorio de aquellas dimensiones muy bien podía haber profundidades de<br />

bosque jamás conocidas ni holladas en toda la historia de la tierra. El pensamiento no era precisamente<br />

tranquilizador.<br />

En voz alta, y tratando de manifestar alegría, dijo que ya era hora de irse a dormir. Pero el guía<br />

remoloneaba, trasteaba en el fuego, ordenaba las piedras innecesariamente, y seguía haciendo una<br />

porción de cosas que, en realidad, no hacían falta alguna. Evidentemente, había algo que tenía ganas de<br />

decir, aunque le resultaba muy difícil «empezar».<br />

—Oiga, Simpson —exclamó de pronto, cuando las últimas chispas se perdieron, por fin, en el aire<br />

—, ¿no nota usted… no nota nada en el olor… nada de particular, quiero decir?<br />

Simpson se dio cuenta de que la pregunta, normal y corriente en apariencia, encerraba una sombra<br />

de amenaza. Sintió un escalofrío.<br />

—Nada, aparte el olor a leña quemada —contestó con firmeza, dándole con el pie a los rescoldos.<br />

Incluso el ruido de su propio pie le asustó.<br />

—Y en toda la tarde, ¿no ha notado ningún… ningún olor? —insistió el guía, mirándole por encima<br />

<strong>del</strong> resplandor—. ¿Nada extraordinario y distinto de cualquier otro olor que haya olido antes?<br />

—No; desde luego que no —replicó agresivamente, casi con mal humor.<br />

El rostro de Défago se aclaró.<br />

—¡Eso está bien! —exclamó con evidente alivio—. Me gusta oír eso.<br />

—¿Y usted? —preguntó Simpson con viveza, y en el mismo instante, se arrepintió de haberlo<br />

hecho.<br />

El canadiense se le acercó en la oscuridad. Sacudió la cabeza.<br />

—Creo que no —dijo, sin demasiada convicción—. Debe de haber sido la canción esa. Suelen<br />

cantarla en los campamentos de madereros y en sitios abandonados de la mano de Dios, como éste,<br />

cuando están asustados porque oyen al Wendigo andar por ahí cerca.<br />

—¿Y qué es el Wendigo, si se puede saber? —preguntó Simpson, contrariado por la imposibilidad<br />

de reprimir otro escalofrío. Sabía que se encontraba muy cerca <strong>del</strong> terror de aquel hombre, y de su<br />

causa. No obstante, una imperiosa curiosidad venció su buen sentido y su temor.<br />

Défago se volvió rápidamente y le miró como si estuviera a punto de gritar. Sus ojos refulgían, tenía<br />

la boca completamente abierta. No obstante, lo único que dijo —o más bien que susurró, porque su voz<br />

sonó muy baja—, fue:<br />

—No es nada… nada. Algo que dicen esos tipos piojosos cuando se han soplado una botella de<br />

más… Una especie de animal que vive por allá —sacudió la cabeza hacia el norte—, veloz como un<br />

relámpago, y no muy agradable de ver, según se cree… ¡Eso es todo!<br />

—Una superstición de los bosques —comenzó Simpson, mientras se dirigía a la tienda<br />

apresuradamente con el fin de sacudirse la mano <strong>del</strong> guía, que se le aferraba al brazo—. ¡Vamos, vamos<br />

deprisa, por Dios, y tráigame esa lámpara! ¡Deberíamos estar durmiendo ya, si tenemos que levantarnos<br />

mañana al amanecer!…<br />

El guía iba pisándole los talones.<br />

—Ya voy, ya voy —dijo.

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