22.03.2017 Views

(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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desembarcamos en Cartagena, España. Alfred no volvió a alzar la cabeza, y no me dirigió la palabra ni<br />

una sola vez en todo el tiempo que permanecimos en el buque. Sin embargo observé con alarma que<br />

hablaba a menudo y de modo incoherente consigo mismo, murmurando sin cesar los versos de la<br />

antigua profecía, haciendo referencias incesantes al sitio que seguía vacío en la cripta de Wincot,<br />

repitiendo sin cesar con tonos quebrados, que me dolía terriblemente oír, el nombre de la pobre<br />

muchacha que esperaba su regreso a Inglaterra. No fueron estos los únicos motivos de la preocupación<br />

que sentía ahora por él. Hacia el fin de nuestro viaje empezó a sufrir ataques de fiebre palúdica. Pronto<br />

salí de mi engaño. Apenas habíamos pasado un día en tierra cuando su estado empeoró tanto que me<br />

procuré la mejor asistencia médica posible en Cartagena. Los médicos discreparon durante uno o dos<br />

días, como de costumbre, sobre la naturaleza de su afección, pero no pasó mucho tiempo sin que los<br />

alarmantes síntomas se pusieran de manifiesto. Los médicos declararon que su vida peligraba, y me<br />

dijeron que su enfermedad era fiebre cerebral.<br />

Maltrecho y apenado como me encontraba, al principio no supe muy bien cómo actuar ante la nueva<br />

responsabilidad que había caído sobre mí. Al fin decidí escribir al anciano sacerdote que había sido<br />

tutor de Alfred, y que, por lo que sabía, aún residía a la Abadía de Wincot. Le conté al caballero lo que<br />

había ocurrido, le rogué que le diera mis tristes noticias con la mayor suavidad posible a la señorita<br />

Elmslie, y lo tranquilicé aclarándole que había decidido permanecer con Monkton hasta el fin.<br />

Después de despachar mi carta, y de enviar a buscar en Gibraltar el mejor consejo médico que<br />

pudiera obtenerse, sentí que había hecho todo lo posible, y que no quedaba más que aguardar y tener<br />

esperanzas.<br />

Pasé muchas horas tristes y angustiosas junto al lecho de mi pobre amigo. En más de una ocasión<br />

dudé de haber hecho bien al alentarlo en su alucinación. Sin embargo las razones para hacerlo que se me<br />

habían presentado después de mi primera entrevista con él parecían, si se pensaba bien, razones válidas<br />

aún. El único modo de apresurar su regreso a Inglaterra y a la señorita Elmslie, que anhelaba ese<br />

regreso, era el que yo había elegido. No era por mi culpa que un desastre que nadie podía prever había<br />

desmoronado sus proyectos y los míos. Pero ahora que la calamidad había ocurrido, y era irremediable,<br />

¿cómo debía combatirse su enfermedad moral, si se recobraba físicamente?<br />

Cuando reflexioné sobre el rasgo hereditario de su disposición mental, sobre ese temor infantil a<br />

Stephen Monkton, <strong>del</strong> que nunca se había recobrado, sobre la vida peligrosamente aislada que había<br />

llevado en la Abadía, y sobre su firme convicción acerca de la realidad de la aparición que, según él<br />

creía, lo perseguía constantemente, confieso que desesperaba de destruir su fe supersticiosa en cada<br />

palabra y línea de la antigua profecía familiar. Si la serie de impresionantes coincidencias que parecían<br />

confirmar su verdad habían dejado una huella intensa y perdurable en mí (y ése era el caso), ¿como<br />

podía asombrarme que hubiesen provocado el efecto de la convicción absoluta en su mente, tal como<br />

estaba conformada? Si discutía con él, y me contestaba, ¿cómo podía replicarle? Si decía: «La profecía<br />

apunta al último de la familia: yo soy el último de la familia. La profecía menciona un sitio vacío en la<br />

cripta de Wincot: en este momento existe un sitio vacío allí. Basado en la profecía te dije que el cuerpo<br />

de Stephen Monkton estaba insepulto, y descubriste que así era»: si decía esto, ¿qué sentido tenía que<br />

yo contestara: «Después de todo ésas son sólo extrañas coincidencias»?<br />

Cuanto más pensaba en la tarea que me aguardaba, si él se recobraba, más inclinado me sentía a<br />

desanimarme. Cuanto con mayor frecuencia el médico inglés que lo atendía me decía: «Tal vez mejore

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