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(AA.VV) Antología universal del relato fantástico

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supersticioso, me privó de mi buen juicio y decisión, y me dejó, cuando al fin recobré el control, débil y<br />

marcado como si acabara de sufrir una punzada de dolor físico abrumador.<br />

Me apresuré a rodear el convento y llamé con impaciencia; esperé un largo rato y llamé otra vez;<br />

después oí pasos.<br />

En medio <strong>del</strong> portón, justo frente a mi cara, había un pequeño panel deslizante, de pocos centímetros<br />

de largo; en ese momento lo apartaron desde dentro. Vi, a través de una rejilla de hierro, dos ojos opacos<br />

de color gris claro que me miraban vacuos, y oí que una voz débil, apagada decía:<br />

—¿En qué puedo servirle?<br />

—Soy un viajero… —empecé.<br />

—Vivimos en un sitio miserable. Aquí no tenemos nada que mostrar a los viajeros.<br />

—No vine a ver nada. Tengo que hacer una pregunta importante, que según creo puede ser<br />

contestada por alguien de este convento. Si no quiere permitirme la entrada, al menos salga y hablemos<br />

aquí afuera.<br />

—¿Está usted solo?<br />

—Por completo.<br />

—¿No lo acompañan mujeres?<br />

—No.<br />

Lentamente quitó las trabas <strong>del</strong> portón; y un anciano capuchino, muy achacoso, muy suspicaz y muy<br />

sucio, se irguió ante mí. Yo estaba demasiado excitado e impaciente como para perder tiempo en frases<br />

preliminares; así que le dije al monje que me había asomado por el agujero de la dependencia de atrás, y<br />

lo que había visto adentro. Le pregunté luego en términos claros de quién era el cadáver que había visto,<br />

y por qué habían dejado el cuerpo desenterrado.<br />

El anciano capuchino me escuchó con ojos acuosos que parpadeaban cargados de sospecha. Tenía<br />

una gastada cajita de rapé en la mano; y con el índice y el pulgar persiguió lentamente unos pocos<br />

granos de rapé en su interior mientras yo hablaba. Cuando terminé, sacudió la cabeza y dijo «que<br />

ciertamente lo de la dependencia era un espectáculo horrendo; ¡uno de los espectáculos más horrendos<br />

que he visto en mi vida!».<br />

—No quiero hablar <strong>del</strong> espectáculo —seguí con impaciencia—. Quiero saber quién era el hombre,<br />

cómo murió, y por qué no gozó de un entierro decente. ¿Puede decírmelo?<br />

El índice y el pulgar <strong>del</strong> monje habían capturado al fin tres o cuatro granos de rapé, que se llevó<br />

lentamente a las fosas nasales, sosteniendo la cajita abierta bajo la nariz, entretanto, para prevenir la<br />

posibilidad de desperdiciar siquiera un grano, aspiró una o dos veces, lujuriosamente, cerro la caja y<br />

volvió a mirarme, con los ojos acuosos y parpadeantes más suspicaces que antes.<br />

—¡Sí! —dijo el monje—. ¡Lo de nuestra dependencia es un espectáculo horrible, de lo más horrible,<br />

por cierto!<br />

Nunca me costó más que en ese momento mantener el control de mi temperamento. Sin embargo lo<br />

logré, reprimiendo una expresión irrespetuosa acerca de los monjes en general, que tenía en la punta de<br />

la lengua, e hice otro intento por superar la exasperante reserva <strong>del</strong> anciano. Por fortuna mejoraba mis<br />

posibilidades el hecho de que yo mismo fuera un adicto al rapé; y tenía una caja llena de uno excelente<br />

en el bolsillo, que extraje en ese momento como cebo. Era mi último recurso.<br />

—Creo que su caja acaba de vaciarse —dije—. ¿Quiere probar un poco <strong>del</strong> mío?

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